Capítulo 15 de Andreíadas

Capítulo Décimo quinto

El príncipe está vivo

1.        

Kontos recibió a los reyes de la Alianza con la música de Las Alabanzas. Estas hermanas le habían confesado que nadie mejor que ellas hablaba la lengua humana, por lo que el monarca de Árdelen las dejó tocar para que sus invitados se sintieran grandes e importantes. Hombres y mujeres de su villa les lanzaron flores y vítores a su paso en caravana. Los sirvientes los colmaron de atenciones a cada momento y los músicos los deleitaron con sus mejores instrumentos. Los invitados, engalanados con ropas que hacía tiempo no se podían permitir, dieron de comer a El Orgullo y entraron a la casa del anfitrión sin advertir siquiera el tamaño de los nuevos muros. 

En el patio interior, justo ante la entrada principal, los esperaba un sonriente y melancólico Kontos, quien los abrazó uno a uno y se acomodó junto a ellos en unos asientos elaborados con las mejores pieles y rellenados con las más suaves plumas. Frente a ellos bailaron y cantaron hasta la caída de la tarde, para luego comer y beber mientras la Luna se alzaba en el cielo. Solo después fueron en busca del cobijo bajo el techo.

A estas horas, cuando muchos pensaban en irse a dormir, se sorprendieron al ver que les esperaba una mesa de madera en un salón solitario iluminado con algunas velas. Kontos, esta vez con un semblante más serio, los convidó a tomar asiento. Al principio los invitados no prestaron atención a estos detalles. En sus corazones aún vibraba el júbilo de los buenos ánimos y en sus mentes se repetían las letras de las canciones que exaltaban los buenos tiempos en que habían comenzado a vivir estos últimos años. El rostro de Kontos, preclaro autor de estas buenas fortunas, por sombrío que estuviera, siempre se presentaba ante ellos como la reencarnación de La Nobleza.

—Cada día me asomo a esta ventana y contemplo las ruinas de la ciudad de Ardel —dijo el anfitrión a solo unos pasos de sus invitados, ya a la mesa. Estos hicieron silencio y dejaron a un lado sus tarros con vino—. Siempre me prometí hacer justicia y darle a mi pueblo el futuro que una vez le arrebataron de forma cruel.

—Y así ha sido, venerable Kontos —se apresuró a decir el ecuánime Áino, rey de Sasán.

—La Alianza es tal y como nos prometiste. Entre los nuestros hay esperanza de una vida mejor para las nuevas generaciones —respondió Nardo de Almerena, poniéndose de pie para proponer un brindis, pero pronto comprendió que no eran los ánimos. Como de costumbre se había apresurado en hablar.

—¿Qué sucede? —preguntó un inquieto Ilvaán, rey de Landes.

—Hoy los nuestros comen y beben mejor. Todos cuentan con un techo sobre sus cabezas, pero debo confesar que no sé por cuánto tiempo será así —todos le miraron con inocente sorpresa—. La última vez que nos reunimos surgió entre nosotros la respuesta a una amenaza que insiste en destruir a nuestra especie. Solo un ejército unido podría hacerles frente… Sin embargo, mi mente de viejo general no me dejó conciliar al sueño. Algo me hacía sospechar de la repentina aparición de los Jinetes Blancos.

—En mi reino todos se hacen la misma pregunta —saltó Nardo—. ¿Por qué ahora?

—Pues a mí me parece evidente —intervino Ilvaán—. Apenas han sabido de nuestra Alianza han regresado por miedo a un imperio.

—Tal vez lleves razón, joven Ilvaán —intervino Kontos con aire pensativo—. Sin embargo, hace pocos días un grupo de mis hombres regresó de una expedición con una noticia que me hizo pensar en un argumento mucho más convincente.

Todos se inclinaron sobre la mesa afinando bien sus oídos. De ellos, no pocos lamentaron haber bebido tanto.

—Este encuentro para el que nos hemos convocado no se trata solo de la organización de nuestro joven ejército unido —continuó Kontos—, sino para compartir con ustedes esa noticia que dio un vuelco a mi corazón.

La habitación quedó totalmente en silencio, solo algunas ventanas chirriaron en su vaivén ante la brisa fresca que acompañaba la noche.

—La casta del emperador Ardel no ha muerto. El príncipe de príncipes sigue vivo —dijo al final y hasta las ventanas se detuvieron al instante.

Cada uno de los presentes en la habitación se miró sin saber qué decir, sorprendidos por una noticia cuyas consecuencias no eran capaces de valorar.

—¿Cómo es posible? —tartamudeó al fin Darto, rey de Tendon, uno de los más viejos, a sabiendas de lo ocurrido la noche de El Atentado.

—Fue lo primero que pregunté a mis hombres. Yo estuve allí aquella noche —musitó Kontos—. Sufrí en carne propia el ataque de los Jinetes Blancos. Vi con mis propios ojos cómo les dieron caza a los emperadores, quienes llevaban al bebé en sus brazos. Incluso —dijo con voz entrecortada—, luego escuché de boca de esos asesinos cómo contaban el fin que les habían dado a los monarcas. Nunca más supimos de ellos. Y todos aquí conocemos de las desgracias que luego nos sucedieron. Pero…  —hizo una larga pausa para procurar más emoción a sus palabras—, de alguna forma se salvó el hijo.

—¿Cómo podemos dar fe que es él en realidad? ¿Cómo le han reconocido tus hombres? —preguntó Ilvaán desde el otro extremo de la mesa, sin dar crédito a lo que escuchaba.

—Existe una prenda legendaria que fue creada por manos muy sabias con el objetivo de brindar protección al pequeño —explicó Kontos—. Sé que hay rumores sobre el origen impuro de nuestro emperador o de los ádameres que le asistían… ¡Les garantizo que todo eso es mentira! Yo mismo pasé muchos años al lado del gran monarca y pongo mi mano al fuego defendiendo la nobleza de su estirpe. He de confesar, sin embargo, que este amuleto protector lleva en sí algún tipo de magia.

Todos en la habitación murmuraron con rostros que no ocultaban su desprecio.

—Ardel fue un gran padre —continúo Kontos sin dar más tiempo a los comentarios—. En su desespero por brindar al pequeño la protección que no pudo garantizarle a su primogénito, El Amor debió haberle empujado a semejante salida. ¿Lo juzgaremos por eso? Los más viejos recordarán lo mucho que sufrió la muerte del joven príncipe heredero. Cualquier padre haría lo posible y lo imposible para mantener a salvo a su cría.

—¿Qué de especial había en ese collar? —preguntó el prudente Áino.

—Al parecer este era un amuleto único, capaz de protegerlo y brindarle buena fortuna —le explicó Kontos—. Mis hombres lo han reconocido justamente porque dicho joven, de unos 17 años de edad, lo llevaba colgado de su pecho, y con su ayuda ahuyentó a una de las bestias de los cielos que amenazó con devorar a mi tropa.

—Pudo haber sido cualquiera —rechistó el viejo Darto.

—Ese amuleto solo puede portarlo el hijo de Ardel, de lo contrario se volvería candente hasta quemar el cuello del impostor —dijo con rápidas palabras el anfitrión.

—Si estaban tan convencidos como dices, ¿cómo es que no lo han traído? —preguntó con inquietud Nardo. 

—De buena gana aceptó a ir con ellos, pero la caravana fue asaltada en medio de la noche y el muchacho terminó huyendo —Kontos hizo una pausa e hinchó su pecho con aire—. Los Jinetes Blancos saben de él y llevan tiempo buscándole. ¡Ese es el verdadero motivo por el cual han reaparecido!

Los presentes exclamaron como si de repente estas criaturas hubieran irrumpido en la habitación dispuestas a matarles.

—La compañía de mis hombres fue destruida, pero los pocos sobrevivientes que lograron regresar afirman que el chico pudo escapar a salvo —dijo Kontos en medio del sobresalto colectivo.

—¿Por qué les interesa tanto el chico? —preguntó Ilvaán—. En definitiva, el imperio cayó.

—Si el joven sigue vivo, el imperio también lo está —dijo Áino poniéndose de pie—. Él encarna la gloria del pasado que nos hizo más grandes que nunca. ¡Él es el verdadero heredero de todas las Llanuras Centrales!

—Tus palabras son las más justas —se apresuró a decir Kontos—. Aunque ya no hay imperio, sino una Alianza de iguales, yo sueño con verlo sentado en mi trono, pues Árdelen fue la tierra que hizo rey a su padre. Traerlo de vuelta sano y salvo es una gran deuda que tenemos todos nosotros.

—¿Y los Jinetes? —preguntó un tembloroso Nardo.

—Me resisto a creer que la historia se pueda repetir de nuevo —dijo Kontos—. Miro a esas ruinas desde mi ventana y me invade el dolor de aquellos que murieron en vano. Los Jinetes Blancos han estado todo este tiempo a la espera mientras nosotros nos revolvíamos en el lodo y la miseria. ¡Tenemos que ponernos de pie de una vez y por todas!

—¡Nuestro ejército les hará frente! —exclamó el joven Ilvaán.

—¿Piensas que podremos lograrlo? —le preguntó Darto—. ¡Estas son criaturas de enorme poder! Poseen armas de metales nunca vistos por los nuestros. En ellos vive una fuerza tan antigua como la de los fantasmas de los bosques. Ni el mismísimo Ardel con su enorme imperio pudo destruirlos.

—Tal vez no los destruyó, pero sí los mantuvo lejos por mucho tiempo —recordó Áino dirigiéndole una mirada colérica.

—Pues nosotros haremos lo mismo —dijo Ilvaán poniéndose de pie—. Es hora de que nuestro joven ejército salga a las estepas a decirles que podemos defendernos. Reclutaremos a los hombres más diestros y les entregaremos las mejores armas.

—Acierta el joven Ilvaán —continuó Kontos—. Es tiempo de que estas bestias sepan que los hombres no nos quedaremos de brazos cruzados. ¡Tenemos que rescatar el joven príncipe!

—¿Piensas que siga con vida? —advirtió Pento.

—Apenas mis hombres llegaron con la noticia he mandado a decenas de rastreadores para dar con su paradero. Si bien no lo han encontrado todavía, ellos me han hecho saber que sus huellas y las de los Jinetes tomaron diferentes caminos. ¡Sin dudas ha heredado la valentía e inteligencia de su padre! —exclamó Kontos visiblemente entusiasmado.

Todos gritaron vivas en nombre de Andrey sin saber siquiera su nombre. Entre aquellos seres se paseó El Júbilo para asegurarles una vez más que tenían la oportunidad de ir en busca de La Gloria. El Ego humano se decía a sí mismo que La Providencia estaba de su parte.

Ahora sí se pusieron de pie y brindaron ante un Kontos rejuvenecido e iluminado, magnífico entre todos. Sus invitados habían caído rendidos ante una historia por mucho tiempo premeditada. El enemigo ya tenía rostro y más de una víctima, ahora era el momento de hacer sacrificios en nombre de La Justicia.

2.

Al sur de las Llanuras Centrales, en el corazón de las Tierras Bajas, se encontraba el reino de Partas, una próspera llanura bajo la corona del receloso Monklas, aquel viejo monarca que con previsión y valentía rechazó la propuesta de la nueva Alianza.

Monklas temía que esta unión de reinos llegara a ser el mismo error que la anterior. Él recordaba bien el número de brazos que murieron en las guerras de Ardel y de la pobreza que supuso abandonar los campos en busca de tierras que nunca cultivarían. La ambición descontrolada solo tenía por alimento la explotación de otros que, con trabajo forzado, pudieran alimentar las bocas de miles de guerreros acostumbrados ya a matar sin compasión.

En estos años tras la caída del Imperio, Monklas aprendió a cuidar de su pueblo como nunca lo había hecho. Se le veía caminar por entre las casas más humildes, celebrar festines públicos en su fortaleza en cada solsticio, y había prometido que la paz siempre iba a durar entre ellos.

Pero el de cuidadas palabras no se conformó con rechazar esta alianza, sus espías lo mantenían al corriente de todo. Así, supo en breve del nacimiento de aquel ejército unido que tarde o temprano sería una amenaza también para él.

—¿Qué haremos, mi señor? —insistió uno de sus jefes guerreros.

—Lo mismo que la vez anterior —respondió el rey, evocando el momento en que organizó la defensa contra el Imperio de Ardel—. Llama a todos los jefes de clanes. Necesitamos saber quiénes nos son leales ante esta amenaza. Tenemos que reunir la mayor cantidad de brazos posibles.

—¿Y nuestros vecinos? ¿Conviene alertarles? —preguntó otro, con brillo en los ojos.

—No, nada de eso. No es prudente que levantemos sospechas. Tenemos que prepararnos sin que nadie se entere. Kontos podría saber de mis espías. Nuestros vecinos, por temor, terminarían por entregarse a la Alianza.

Se cumplían veinticinco años ya del momento en que Partas cayera inevitablemente ante el embate del Imperio. De todos los pequeños reinos de Tierras Bajas fue el último en rendirse, pero su resistencia resultó tan heroica que el propio Ardel felicitó al rey públicamente y lo llevó como consejero a su corte de Árdelen.

Cuando Monklas llegó a la capital fue tratado con la dignidad a la que siempre había estado acostumbrado y durmió y comió de la propia mesa del emperador junto a otros antiguos monarcas y grandes generales.

Al principio, todo esto le pareció extraño. Pensaba que era la forma sádica en que Ardel pretendía envenenarlo de un momento a otro. Sin embargo, los días pasaron y apenas se cruzaba con el emperador bajo el techo de su morada de piedra. Con la caída de Partas, el Imperio se sintió con la fuerza suficiente de extender sus campañas de conquista mucho más al sur, llegando incluso a las costas del mar Grande y dando los primeros pasos en las colindantes Tierras Calientes.

Con el pasar de los meses y al regreso del emperador, Monklas pudo asistir a los concilios abiertos que organizaba este. Allí, con una modestia y humildad pocas veces vistas en alguien tan joven, lo vio escuchar con atención los consejos de todos los presentes, fueran del rango que fuesen.

Claro, poco después supo que a su vez existía otro concilio, uno secreto, en el cual solo se reunían los más allegados, incluidos aquellos señores encapuchados que iban de un lado a otro por la parte del recinto que le habían prohibido visitar. Entonces Monklas experimentó una extraña sensación de alivio al comprobar que, después de todo, aquel emperador escondía más de lo que decía y que su bella sonrisa no era más que el antifaz de La Maldad.

A medida que pasó el tiempo, el otrora rey sureño se fue granjeando la amistad de otros tantos que no tenían acceso al concilio, pero que se interesaban de igual manera por todo lo que acontecía en él. Fue a partir de entonces que los susurros en oscuros corredores le nombraron palabras como ádamer, magia y traición.

Cada nueva historia le parecía tan inverosímil como la anterior, aunque ello no era motivo para dejarlas de escuchar. Después de todo, ¿cómo era posible que un solo hombre lograra lo que nadie antes que él? ¿Qué fuerzas esconde esa juventud como para atreverse a desafiar a todos sus enemigos a la vez? Se repetía insistentemente. Así, como suele ocurrir con los de su especie, Monklas se convenció con la idea de que aquellos susurros acusadores bien que podrían tener razón. Ardel no era el emperador que necesitaban los hombres, sino el traidor que solo quería doblegarlos, haciendo uso de fuerzas oscuras que nada tenían que ver con la especie humana.

3.

En lo profundo de un bosque, en los límites de las fronteras orientales de las Llanuras del Centro, ardían apaciblemente las llamas de La Vigía. Aunque las estepas habían quedado atrás, oficialmente este seguía siendo territorio de hombres. Ni las rutas de los Altos Árboles, ni los más oscuros recovecos bajo las raíces, podían considerarse lugares seguros. Por extraño que esto les pareciera, aquel era un bosque que no vivía bajo sus leyes, sino que era una mera sombra de las estepas.

—Creí que era mi turno de guardia —dijo Ígonor al ver a Orel acercársele entre las sombras.

—Está un poco fría la noche —se sentó a su lado.

—Me gusta así —respondió mientras avivaba un pequeño fuego.

—Estaba esperando a que Lónar se durmiera.

—¿Qué sucede? —preguntó el ádamer.

Orel le miró a los ojos.

—¿Nos ayudarás?

Ígonor reparó con disimulo a ambos lados.

—¿Acaso no lo prometí? Siempre cumplo con mi palabra. Los ayudé antes y los ayudaré en el futuro. ¿Piensas que puedo ignorar todo lo que vi en aquel lugar?

—Te agradezco en nombre de todos —y Orel le puso una mano en el hombro en señal de confianza, como cuando admiten la entrada de un nuevo miembro en la hermandad.

—¿Por qué no quieres que Lónar sepa de esto? —Ígonor intentó explorar la naturaleza de aquellos ojos que lo miraban con reservas.

—Nadie puede saber la identidad de un Jinete Blanco, a menos que se convierta en uno de nosotros. De humano a velden nos llevamos bien, pero es mejor mantenerlo alejado de nuestros planes —susurró con rápidas palabras—. Por otra parte, él ni siquiera se esmera en ocultar a La Venganza. Ella lo domina. Ve en cada Jinete al asesino de su abuelo Álahor. Él mismo me contó una vez que no descansaría hasta ajusticiar al autor del crimen. Tú y yo sabemos muy bien quién hizo más daño en esta historia, pero hacérselo entender a él será imposible, y lo mejor es que no corramos riesgos.

—De acuerdo, no le diré nada. Pero escucha bien, Orel, yo sé cómo terminan estos asuntos. Lo mejor será que lo piensen mejor. Conozco a Lónar y sé que es un joven inteligente y de pensamiento agudo. Algún día tendrá que comprender este malentendido y lo más prudente es que sea cuanto antes. Su brazo es fuerte y diestro, nos vendría bien algo de ayuda.

Orel permaneció en silencio, como si meditara, pero ya la decisión estaba tomada.

—En la mañana nos separaremos —continuó Ígonor—. Cuando ustedes vayan por el camino del suroeste, nosotros tomaremos la dirección noreste en busca del río. Yo le diré cualquier cosa para despistarle. En cuanto nos estemos aproximando a su bosque lo dejaré y seguiré río abajo. Me reuniré con ustedes en el Valle de las Montañas Picudas.

—Construiremos el campamento en las cercanías del sitio donde una vez estuvo escondido El Punto. Allí nos esperan varios de nuestros hermanos.

—¿Por qué han escogido ese lugar? —el ádamer no ocultó la morbosa intriga que veía en aquella decisión.

—Para los Jinetes que despertamos primero fue una elección obvia —dijo Orel acomodándose bajo su casaca de piel—. Ese fue el último templo que tuvo El Punto antes de que los alados se lo llevaran. Allí fracasamos por primera vez.

—Son un poco duros con ustedes mismos —bufó el ádamer.

—Duro fue asumir el largo sueño que separó nuestros caminos —respondió con la voz queda—. Estar allí nos recordará nuestros errores y debilidades. Estar allí nos hará fuertes de nuevo.

A la mañana siguiente dejaron atrás definitivamente las Llanuras Centrales y se adentraron en las Naríshy Avás, las Colinas Salvajes que se levantaban al este. Allí los bosques eran de un verde intenso y el aire que se respiraba bajo sus ramas sabía a la magia que se escondía entre ellos.

Ígonor se sintió fuerte de nuevo. Los conjuros y susurros que lo atormentaron en la prisión de Isjar habían desaparecido completamente, sin que quedara en él cicatriz alguna. Sus fuerzas lo presentaban de nuevo con una apariencia humana, aunque el brillo gatuno de sus ojos seguía delatando su verdadera esencia. Quien lo viera, podría pensar que aparentaba unos cincuenta y tantos años de edad, aunque jamás tendría certeza de ello. En dependencia del ángulo en que lo miraran, así de diferente sería la respuesta.

Lónar, por su parte, procuró prestar atención a cada detalle del paisaje, memorizando sus recodos y caminos. Tuvo la impresión de que en algún momento volvería por allí.

—¿Me dirás entonces qué hacías en ese lugar? —insistió el velden, sentado tras Orel sobre el mismo caballo. Aquella incómoda montura le hacía resbalarse constantemente, por lo que no le quedó de otra que abrazarlo por el torso.

—Todos los hombres no somos hijos del viejo Imperio —respondió este. Ellos cabalgaban detrás, a solo unos pasos del caballo que compartían Ceka e Ígonor—. Muchos luchamos en su contra desde su inicio. Aunque fuéramos pocos y no pudiéramos derrotarlos, al menos les recordábamos que siempre habría una resistencia.

—¿Asjal tuvo algo que ver con esto? —se voz se escuchó irritada.

—Asjal es un hermano para mí, pero no se diferencia en nada al resto de ustedes —dijo con un suspiro—. Su mentón en alto solo sabe responder que los hombres debemos ser capaces de forjar nuestro propio destino.

—Entonces, ¿por qué fuiste a verle?

—Tal vez sea porque soy terco como un asno o porque soy ingenuo como una oveja —suspiró—. Fui a decirle que los hombres de las Llanuras ya se juntaban de nuevo y que el peligro de un nuevo Imperio era real.

—Entonces aparezco yo promoviendo nuestra partida de Periéria… —rio Lónar—. Todavía me pregunto cómo es que no me odias.

—No puedo odiarte a ti o a tu pueblo, aunque decidan tomar otro camino —dijo Orel con lentas palabras—. En el fondo soy parte de ustedes. ¿Acaso no es incondicional el amor verdadero?

Ceka detuvo su yegua y alzó la mano. El camino se dividía en dos.

—¿Qué se supone que harán? —preguntó Lónar.

—Continuar la lucha de nuestros padres y abuelos —dijo Orel mientras lo ayudaba a bajarse del caballo—. Nuestros hombres se reúnen en las montañas y organizan la nueva resistencia. Somos pocos, pero valor no nos falta.

Ígonor llegó hasta el velden y le dijo que era hora de partir. Ellos deberían bordear las altas colinas en busca de uno de los ríos afluentes del Egún Tral, pues con ello tendrían una vía rápida en la ruta hasta Bosque Dormido, evitando adentrarse en el Lar Vedado. Por su parte, los hombres se despidieron de ellos y tomaron en rápido galope la ruta suroeste que los llevaría directamente al Valle.

Pocas virstas después de un rápido andar, ambos caminantes encontraron un riachuelo que nacía en las alturas más al norte.

—Desde aquí el cauce se hace navegable en todo su recorrido —dijo Ígonor.

—Solo que necesitaremos algo que nos lleve —le respondió con una sonrisa pícara.

—De seguro podemos hacerlo juntos. Sé que tu poder hacia las plantas es mucho más virtuoso de lo que tú mismo te imaginas —y le devolvió una sonrisa cómplice—. Estoy seguro de que puedes hacer mucho más de lo que te han enseñado.

Cortaron varias ramas y las colocaron una al lado de la otra. Las amarraron lo mejor que pudieron en sus extremos utilizando lianas y enredaderas, hasta que en un par de horas tuvieron ante sí una rústica plataforma rectangular de unos dos metros de largo y medio de ancho.

Ígonor preparó un emplasto a base de hojas y resinas que luego vertió sobre los nudos que sujetaban a las ramas. Lónar lo miró escéptico y se preguntaba si en verdad el ádamer creía que aquel pegamento sería suficiente para hacerlos flotar.

—Ahora es tu turno —le dijo Ígonor limpiándose las manos.

—¿Qué puedo hacer yo? —y se encogió de hombros ante aquellas palabras que lo tomaron por sorpresa.

—¿Conoces la hildeguera? —y apuntó a unos arbustos.

—Sí.

—Es fácil —Ígonor cortó varias ramas de la enredadera y las depositó sobre los troncos. Luego lo miró alzando una de sus cejas, como si con eso bastara.

—¿Así de simple? —lo miró incrédulo al comprender lo que le pedía.

—¿Qué más necesitas? —le preguntó con total naturalidad.

—Nunca he intentado algo parecido —y acarició suavemente las hojas de las enredaderas, aún frescas.

—Que en Bosque Dormido los árboles no les presten atención a tus bailes, no significa que más allá de sus fronteras no lo puedan hacer…

—En mis viajes estos dos años asistí a muchas Ceremonias en otros reinos y países —dijo con el brillo de su kaira derramándose tras su cabeza—. ¡Es tan hermoso, Ígonor! Allí los árboles mueven sus ramas como si bailaran junto a los véldeny —suspiró—. Nunca antes los había visto tan…

—¿Vivos?

—Amo mucho a Bosque Dormido, pero lamento que mi pueblo esté privado de tanta belleza…

—Bueno, ahora tienes la oportunidad de disfrutarla una vez más antes de regresar a casa —y le guiñó un ojo.

Lónar caminó alrededor de las ramas invitándolas a bailar. Su corona de luz se hizo más intensa tras cada paso y  movimiento de aquella danza ceremonial. ¡Adalái!, exclamó como suele hacerse en las Ceremonias y luego susurró la letra de una de las tantas canciones con que las solían acompañar: 

«Is laré et melé

Con sic mic anul

Gas-nul au telé

Un fic sic tamul

Y nil a-ii asel

Ma-le et ackul».

De repente, la hildeguera despertó y lo acompañó en aquella danza. Con cada movimiento sus ramas fueron arrastrándose y retorciéndose en apretados nudos que sujetaron con fuerza las maderas. El emplasto las alimentó y ellas crecieron en un tejido que dio forma a una barcaza de suaves líneas. Ígonor, para facilitar el crecimiento, fue empujándola hacia el río para que bebiera de sus aguas.

Cuando el baile terminó, tuvieron ante sí un medio confiable con el que podrían navegar sin miedo a la corriente del río. Lónar, maravillado por su propia creación, miró al ádamer con ojos agradecidos.

4.

De regreso al Reino de las Tierras, Andrey sintió que El Miedo se había quedado del otro lado de las Montañas del Sur. Experimentaba el consuelo de sentirse más seguro de sí mismo, al tiempo que se repetía que desde ahora dejaría en manos de La Serenidad las sorpresas del futuro.

Al descender, ahora por la ladera norte, se daba cuenta de que las amenazas de aquel Jinete Blanco ya no le preocupaban en lo absoluto, como tampoco lo hacía el desamparo en que lo había dejado su maestro. Se sentía con el mismo ímpetu con que solía cabalgar sobre Etía en Bosque Dormido, yendo siempre adelante sin que importaran los retos.

A sus pies se extendían una vez más las tierras de Periéria, tan misteriosas y deslumbrantes como siempre. Sintió que estaba en el deber de regresar a ellas. Muchos le odiaban, otros le temían, todos sin que lo conocieran siquiera. Los hombres tal vez lo coronarían, los véldeny lo esconderían y los dioses lo asesinarían. Todo era posible en lo adelante. ¿Motivos suficientes para huir? Ya no.

El encuentro con los causianos respondió y confirmó muchas de sus preguntas, sin embargo quedaron más dudas que certezas. Su naturaleza humana le decía que todavía era necesario andar mucho más entre los de su especie para comprender el destino que los asistía. Sus espíritus velden y ádamer le pedían ir en busca de las magias que regían el mundo. Solo entonces podría comprenderlo y transformarlo.

Fue así que sujetó con fuerza el collar que latía sobre su pecho y lo sintió como un símbolo de esperanza y no como el arma que una vez había sido. Lo cuidaría tal y como le pidieron los dioses causianos. Si ellos no fueran fieles hijos de Voa Ayande, lo habrían tomado sin dificultad alguna. Si ellos le habían dicho que el poder que entraña podía ser también motivo de salvación para los suyos, pues haría todo lo posible para que así fuera.

De este modo, Andrey se reconcilió definitivamente con la idea de sentirse como una diminuta parte de algo más grande, algo que superaba sus propios sueños y ambiciones y que le pedía dejar a un lado el egoísmo infantil. Ya era casi un adulto y desde ahora debía actuar como tal.

 Se detuvo sobre las rocas y miró la enorme extensión de tierra que se abría bajo sus pies. «¿Adónde ir ahora? ¿A qué dedicarse? ¿En quién confiar?». Volvió a preguntarse.

Sobre esta parte de Periéria no recordaba mucho de los mapas que viera en Bosque Dormido. El reino velden más cercano estaba a orillas del mar Pequeño. Allí se alzaba Traldemar, la única ciudad donde los véldeny todavía viajaban en grandes barcos, tal y como lo hicieran, hace miles de años, sus antepasados en las Islas Eulinas. Todo lo demás era territorio de oniandros y tal vez algunos clanes de hombres, zonas inhóspitas que no sabía adónde llevaban.  

Por su parte, el mundo al sur de Periéria le había parecido ajeno, innecesario para estas horas de su vida, por lo que solo al norte podía dirigir sus pasos. ¿Y al oeste? Más allá sabía que volvería a encontrar el mar, y por muy grande y misterioso que fuera, como una vez le confesó Ksaspio, sintió que extrañaba demasiado a los bosques. Este último pensamiento le hizo recordar su rincón en el Valle con las ákanas y la villa en Bosque Dormido.

 «¿Por qué no podría ser más sencillo?», insistió su mente. Entonces El Capricho le dijo que sí podría serlo. Si de momento no era seguro volver a casa y ninguno de sus seres queridos sabía dónde se encontraba, la mejor idea sería prolongar aquel período de viaje en solitario como fuente de preparación y autoaprendizaje, solo que en esta ocasión, bajo sus propias reglas. Fue la primera vez que el exilio lo premió con La Libertad. Así, con estas ideas dejó atrás Los Cielos, sin detenerse siquiera a contemplarlos por última vez.

Del otro lado de los Méndy Kausás se levantaba un bosque de viejos robles. Más allá de las rocas, un verde intenso y oscuro le dio la bienvenida. A él le pareció hermoso como ningún otro, sin que pudiera saber por qué. De inmediato supo que quería adentrarse en esas tierras, y así lo hizo.

Yo lo contemplé aliviado, hasta con orgullo por él. Ante mis ojos ya se estaba haciendo adulto, sin que importaran los pocos años. Pude recordar entonces el primer día en que lo vi y todos los días posteriores. Verle crecer todo este tiempo hizo que me sintiera humano, como si hubiera vivido yo su propia vida. Fue una sensación nueva para mí, inquietante, pero placentera. Por instantes deseaba caminar junto a él por los suelos de las tierras, sufrir su propia suerte. El confinamiento en Las Alturas y Los Cielos ya me asfixiaba y el simple acto de contemplar constantemente a las Tierras desde La Frontera de los Vientos se iba convirtiendo en toda una tortura.

Ya bajo los frondosos follajes, el Hijo de la Manzana se sintió extrañamente emocionado. Aquellos paisajes le inspiraban una solemnidad conmovedora. Los árboles eran altos y sus troncos muy gruesos. Las raíces se entretejían por todo el suelo haciendo difícil la entrada, como si quisieran advertir a los forasteros. Aun así, la belleza de aquel bosque, evidente y cautivadora, seducía con un encanto aniquilador.

Podría haberse quedado todo el rato contemplando las hojas, la luz que se colaba entre las ramas, los colores que le parecían nuevos, pero su estómago le recordó que era hora de cazar y alimentarse bien. Así, preparó su arco y flechas, sus oídos y olfato para ir tras una pequeña presa.

A medida que avanzaba por este nuevo territorio, El Silencio se hacía profundo en el bosque, ahora más oscuro por lo tupido de su follaje; los sonidos, lejanos y confusos, despistaron por completo al cazador. Tal parecía que no hubiera animales allí o que todos fueran advertidos a su llegada.

—¿Cómo se nombra el tonto al que se le ha ocurrido venir a cazar a este bosque? —dijo una voz.

—¿Quién habla? —Andrey no podía identificar de dónde provenía.

—¡Vaya! ¿Qué clase de cazador eres? —se burlaba con grotescas carcajadas.

—¡Sal de tu escondrijo! ¿Quién eres? —daba vueltas apuntando su flecha a todas partes.

—Habla en voz baja, insolente —dijo esta vez con voz de mando—. Respeta a este bosque. Es más viejo que tú y toda tu especie. 

—De acuerdo, pero muéstrate.

—No es necesario. Que te baste el hecho de mi advertencia. Tus intentos de caza en estos lares son vanos. Nunca conseguirás carne aquí.

—¿Por qué? ¿Acaso no habitan bestias entre estos árboles?

La voz oculta soltó una carcajada.

—¿De qué lejanas tierras provienes? ¿Cómo es posible que desconozcas cosas tan sabidas? Escucha mi consejo, criatura, vuelve por donde llegaste, nada tienes que hacer aquí.

Andrey sonrió y colgó su arco en la espalda. Estas palabras fueron la motivación necesaria para adentrarse aún más en aquel lugar. No importa si se mantendría a base de frutos y raíces, ahora lo importante para él era descubrir este nuevo misterio.

5.

Dos jinetes a caballo vieron despuntar en el horizonte las montañas de cimas agudas y escarpadas. Llegaban de las Llanuras Centrales recorriendo un camino harto conocido. En otros tiempos, cuando el Imperio se hacía grande, ellos mantenían la seguridad en estas tierras. Los hombres nunca se atrevieron a invadirlas siquiera. Pero ello no evitó que en una noche insospechada se infiltraran sus reyes y ádameres. Estos, tal vez, hicieron el mismo recorrido que ahora desandaban Orel y Ceka.

Ambos, mientras cabalgaban, pensaban en todo esto, en las luchas del pasado y los errores que cometieron. El valle que se ocultaba tras las montañas nunca había sido refugio para los suyos. Las historias que se contaban sobre él infundían miedo a todos, incluso a los valientes Jinetes Blancos. Solo tiempo después, en la forma nefasta en que se desenvolvieron los acontecimientos, descubrieron que todo había sido siempre parte de la magia con que Álahor había ocultado y protegido a El Punto en el centro del valle. Allí, donde hace dieciséis años el mundo pudo sucumbir inevitablemente, tenían planeado guarecerse.

Iban con la esperanza de encontrar a muchos de sus hermanos, por tanto tiempo separados. Atrás, en la fortaleza de Kontos, solo habían quedado dos en calidad de espías. Ellos no levantaron sospechas tras la fuga y eso era algo que tenían a su favor.

Al llegar a las laderas se encontraron con la bruma casi siempre presente que la cubría, como señal de advertencia que no dejaba ver más allá de las rocas y los árboles tras ellas. Un silencio inquietante les decía que allí siempre había que estar alerta. Ambos jinetes se adentraron sin miedo alguno. Desenvainaron sus espadas y Orel iluminó el camino con una antorcha. Los caballos resoplaron. Se sentían inquietos en aquel lugar desconocido. Solo cuando vieron, en medio de la niebla también, a otra antorcha, supieron que iban por el camino correcto.

—¿Dónde está el ádamer? —fue la primera pregunta, ya junto a la hoguera del campamento. Una docena de jinetes les miraban con atención.

—Pudimos liberarlo —dijo con orgullo—. Ahora va en dirección noreste en compañía de un velden.

—¿Un velden? ¿Acaso sabe de nosotros? —preguntó Naohan, secundado por la inquietud del resto.

—Se trata del kírlij Lónar, de Pasó Larkásu —respondió Orel para sorpresa de todos. Muchos se miraron y murmuraron entre sí—. No se preocupen. El nieto de Álahor no sabe de nosotros.

—¿Cómo estás tan seguro de que el ádamer no se lo contará? —sospechó Naohan.

—Me dio su palabra. Hasta ahora ha cumplido con ella —le respondió Orel.

—Es poca garantía, hermano. Es evidente que hay un estrecho vínculo entre ellos. El muchacho se presentó solo en el castillo para rescatarlo —advirtió Ceka, inconforme aún desde que lo liberaran—. Y lo más probable es que hayan sido los propios véldeny de Bosque Dormido quienes lo enviaran en calidad de espía.

—Es cierto, pero no tenemos otra opción —insistió Orel—. Este ádamer parece ser muy poderoso, y tenemos enemigos e intereses comunes. No estamos en condiciones de rechazar su apoyo. Además, tuve la oportunidad de conocer a Lónar. Es cierto que guarda rencor para con los Teldésy por el asesinato de su abuelo, pero dudo mucho que llegue a actuar contra nosotros. 

—Los años te han vuelto blando, Orel —dijo Naohan mientras afilaba su espada. Apenas levantó la mirada, pero dejó caer sus palabras con el peso que sabía le otorgaban sus correligionarios.

—No, hermano, me han vuelto prudente, y es justamente eso lo que necesitamos para ganar esta guerra…

—Shshsh. Alguien viene.

Apagaron el fuego y se ocultaron tras las máscaras. Las yeguas no habían relinchado, lo cual resultaba sospechoso. De no ser por la confianza que tenían en sus oídos dirían que se trataba de solo un roedor. Entonces vieron dos antorchas acercarse desde la zona oriental del valle.

—¡Son nuestros hermanos! —exclamó Ceka al reconocerles.

De sus caballos se desmontaron cuatro jinetes, pertrechados con las mismas armaduras con las que lucharan tiempo atrás. La plata brilló a la luz de la Luna y las máscaras que llevaban develaron los rostros conocidos.

—¡Lúthleran! —exclamó Orel sorprendido. Se acercó al hermano mayor y vio que en los ojos negros volvían a brillar muchas estrellas. Aquel velden se acercaba ya a la vejez, pero el brillo de su sonrisa le dijo que llevaba dentro el ímpetu de la juventud. Ambos se tomaron por los hombros y unieron sus frentes en señal de afecto y respeto.

—Mi demora no ha sido en vano —dijo con su habitual voz ronca—. Me di a la tarea de traer conmigo a todos los hermanos que pude —y señaló a los tres que venían con él—. Hemos enviado también sendos mensajes en Arligún y Gantela Alda. Dicen que en estos dos países véldeny se esconden muchos de los nuestros.

Entre los jinetes se escucharon risas y exclamaciones en medio de besos y abrazos. Rostros nerviosos se miraban una y otra vez mientras se rescataban mutuamente del pasado que los privó de su compañía. El murmullo de las voces, con cada reencuentro, se iba pareciendo más a aquella voz común de sus campamentos en tiempos de Álahor. En ese momento, en medio del silencio de la noche, todos se percataron mejor de ello.

—¿Y Asjal? —se inquietó Orel al no encontrarle entre los recién llegados.

—Antes de que partiéramos estuvo donde nosotros —respondió Lúthleran entregándole un saco lleno de vituallas—. Envía cordiales saludos y dice que no olvida su juramento de Jinete. Su espada está a nuestra disposición. De momento hemos de esperar un poco para tenerle aquí. La Ciudad del Lago está revuelta desde la partida del mensajero de la nueva Enselíada. Los véldeny de mi reino están divididos ante un posible viaje a las Ayalíny.

Hombres y véldeny se sentaron juntos ante la nueva hoguera.

—¿Somos todos o alguien más se nos unirá? —preguntó Lúthleran en la lengua propia de los jinetes.

—La voz se ha corrido entre nuestros hermanos. Debemos ser pacientes. Confío en que llegarán más a Jaragõr —respondió Orel con entusiasmo, utilizando también el idioma que hacía más de una década no hablaba.

—Aun así seremos pocos —dijo Ceka—. Durante estos años he oído anunciar muchas muertes.

—Eso es cierto. Además, ya no somos los jóvenes diestros de antes —recordó Lúthleran hablando por sí mismo.

—Ya hemos conversado al respecto —intervino Orel—. Pensamos captar nuevos jinetes —varios murmuraron—. Pero debemos esperar a que lleguen todos. Formaremos una asamblea y acordaremos estos asuntos entre todos. Un jinete, un voto —y alzó su espada.

—¿No elegiremos a un líder? —se asombró Ceka.

—Nuestro padre no está —dijo Orel con la voz resignada— y dudo que alguien pueda sustituirlo. Nosotros contamos con la experiencia necesaria para cumplir con nuestra misión.

—¿Y quién nos suministrará las bestias y las armaduras de plata que necesitamos para los nuevos? —preguntó Naohan—. Ni siquiera la totalidad de nosotros conserva íntegra su indumentaria.

Orel quiso responder pero no pudo. Todos quedaron pensativos.

—Esos son asuntos secundarios —intervino Lútheran con voz resoluta—. Lo importante es que estamos juntos de nuevo y que no permitiremos que nadie atenten contra el Voa Arkón.

Todos se pusieron de pie y juntaron en el fuego sus espadas. El brillo azul que desprendieron lo pude contemplar desde El Cielo como si se tratase de una estrella nacida en La Tierra.

6.

—Ya madre ha dado la orden de iniciar los preparativos para asistir a la Jananal —dijo Lónar mientras contemplaba los muguetes de la orilla. El agua iba lenta y la barcaza no tenía interés en aumentar su velocidad—. Será la primera vez que salga de Bosque Dormido y muchos insisten en que envíe a un embajador en su lugar.

—¿Siendo ella la primera en hablar de la Enselíada? De seguro rechazó la oferta —contestó Ígonor.

—Es exactamente lo que ha ocurrido —continuó Lónar—. Dice que somos nosotros los que debemos dar el ejemplo hasta el final.

—¿Y cuándo será la asamblea exactamente?

—La fecha exacta está por determinar, pero todos insisten en que sea el próximo año, el 4255 de nuestro calendario.

—Lo que no entiendo es ese interés por ir a la Ciudad de las Alturas —preguntó Ígonor—. Sería mejor que se reunieran en Bosque Dormido, queda al centro de Periéria.

—Los véldeny de Jiril Narai pertenecen a la primera emigración. Desde su llegada viven en aquellas montañas, aislados e indiferentes a todo. Su neutralidad es probada —advirtió Lónar—. Otras veces ya han servido de árbitro entre los nuestros. Los viejos le respetan por justos, y los más jóvenes por sabios. Muchos los consideran primeros entre los nuestros.

—Entonces esta peregrinación hasta la Ciudad Alta será como un pequeño ensayo…

Lónar le miró sonriente

—A veces olvido que los de tu especie son apasionados a las largas caminatas —bromeó el ádamer.

—¿Tú adónde te dirigirás? —preguntó el velden, reparando en aquel rostro que parecía rejuvenecer con el tiempo. Cuando lo vio por primera vez en Bosque Dormido aparentaba unos sesenta años, ahora creía que rondaba los cuarenta.

—Iré al sur, debo buscar a Andrey —respondió Ígonor, desviando la mirada, a sabiendas de los pensamientos que acompañaban aquella mirada.

—Entonces iré contigo. Estoy muy preocupado por él, es muy joven aún para andar solo por tierras salvajes.

—No. Debes estar ahora con tu madre; ella te necesita más. Yo puedo arreglármelas por mi cuenta. Además, viajaré más rápido si voy solo.

—Nunca me ganarías —sonrió ufano el joven.

—¿Desconfías de los poderes de este ádamer?

Ambos se pusieron de pie sobre la barcaza. Ígonor atrajo con un hechizo a cientos de hojas que yacían a los pies de los árboles de la orilla. Estas lo rodearon tomando la forma de un enorme pájaro y así el ádamer alzó el vuelo río abajo. Lónar movió sus manos y con ella crecieron ramas en forma aletas y una cola de las hildegueras que impulsaron el bote a gran velocidad.

Ambos disfrutaron de este juego, en especial Ígonor, quien no perdía la oportunidad de compartirlo todo con su hijo. En secreto intentaba recuperar, de algún modo, los momentos que nunca tuvo. Y ahora, lejos de las miradas acusadoras de Bosque Dormido, se sentía tentado a contarle toda la verdad. Sin embargo, no quería incumplir con la palabra dada a Ilma. Su amor y fidelidad hacia ella estaban por encima de todas las cosas.

Las aguas del río se abrían en dos ante el paso de la veloz lancha. Lónar llevaba consigo todos los vientos posibles, pero evidentemente su rival le había tomado la delantera. Ya ni tan siquiera podía verle.

—¿Cómo es posible que…? —se intrigó el velden ante la vitalidad del ádamer. Un instante después vio que algo se acercaba.

—¡Cuidado! —gritó Ígonor regresando a toda velocidad y precipitándose sobre el joven.

—¿Qué sucede? Oh, por Voa Aya…

Una nube de flechas voló por encima de sus cabezas, mientras que cientos de aves lanzaron piedras de una orilla a otra del río.

—Saltemos al agua —exclamó Ígonor tomando por el brazo al velden.

A ambos lados de la cuenca, dos grupos de oniandros iniciaban un enfrentamiento. Los habitantes del Lar Vedado desafiaban a los de la estepa, en un combate que traía consigo los signos de una guerra mayor.

—Nademos por debajo del agua —le indicó el ádamer.

—¡Carguen! —ordenó un centauro con voz de comandante y nuevamente volvieron a volar las flechas.

Del otro lado del río, al sur, al llamado de los cuernos aparecían animales y otras criaturas por todas partes, ya superándolos en número. Sus intenciones eran cruzar el río y tomar la estepa que tenían por vecina al norte.

—¡No podemos permitir que crucen la frontera! —bramó un mamut de colmillos muy largos—. ¡Las estepas son solo nuestras!

Un grupo de uros, tarpanes y gatograndes se lanzaron por un estrecho del río en el lado sur y comenzaron un choque directo con las bestias del bosque sureño. El combate se volvió sangriento y ninguna de las partes escatimó en fiereza para enfrentarse a los enemigos y arrancarles la victoria. Garras y colmillos desgarraban las carnes, al tiempo que el polvo se alzaba por las estampidas como si la tierra se los tragara.

Ígonor y Lónar, ya a salvo del campo de batalla, observaban estupefactos sin poder entender. Ninguno de los dos estaba al tanto de que entre ambos reinos de oniandros existiera rivalidad. Pocas veces se podía ver una lucha tan sangrienta entre las bestias, en especial cuando muchas de ellas se unieron en el pasado para enfrentarse a los hombres.

La lucha se prolongó por un par de horas más, hasta que el empuje del viento seco de las estepas sopló con más fuerza contra los hijos del bosque. Pese a la inferioridad numérica, la bravura de los esteparios hizo retroceder a los invasores, haciendo que huyeran despavoridos de vuelta a sus dominios.

—Vayamos a verles —propuso Lónar apuntando en dirección norte.

—Te saludamos, Rey de la Estepa —dijo Ígonor al llegar ante el viejo mamut.

—Saludos para ti, humano. Agradece la presencia de un velden. Los míos están hambrientos —respondió malhumorado.

—¿Humano? Ha mucho tiempo atrás que lo dejé de ser —dijo con el brillo ádamer de sus ojos—. Pero es justamente a causa de esta noble criatura que me presento ante ustedes —continuó Ígonor—. Hemos presenciado la crueldad de la batalla y queremos saber…

—Muy bien. Espero que le cuentes a todos cuán bravos somos los de La Estepa. ¡Este es nuestro territorio y nadie se apoderará de él! —exclamó y todos los animales rugieron orgullosos.

—¿Quién ha pretendido hacer tal cosa? —preguntó el kírlij.

—El Señor del Bosque ya no se conforma con sus dominios. Ahora quiere a todas las bestias bajo su mando.

—¿A qué se debe esto? —se inquietó el ádamer, recordando la última vez que lo viera.

—Dicen que los hombres de las Llanuras Centrales ya vuelven a fundir espadas como hace muchos años —respondió un tarpán de pelaje gris cenizo—. El Señor quiere tener fronteras que protejan su bosque vedado.

—¡Si quiere guerra se la daremos! —exclamó un león-pantera y todos corrieron de vuelta al norte.

La polvareda les cedió el camino como la tela que se abre ante el cuchillo. En pocos minutos, el campo quedó en silencio, cubierto por los cuerpos destrozados de aquellos que no tuvieron suerte.

—El Señor del Bosque se siente amenazado —explicó Ígonor a Lónar, otra vez río abajo rumbo al sureste—. Luego del último asalto a sus dominios esto es lo más natural que pueda hacer, tal y como le conozco.

—Eso no justifica el ataque a reinos vecinos —replicó Lónar con la vista perdida en los buitres que volaban en círculos sobre la estepa.

—Por supuesto que no. Yo no estoy justificándolo, solo trato de entender sus planes —dijo mientras miraba al bosque que se alzaba del otro lado del río.

—Tengo que advertirle a mi madre —reaccionó pensando en su propio bosque, muy cercano al de este “Señor”—. Pero, ¿de verdad piensas que habrá guerras como las del pasado? Que los hombres decidan formar un gran reino no tiene que ser motivo de amenazas para otros.

 —Los imperios nacen con solo un acometido: doblegar a todo el que lo rodea —le espetó el ádamer—. No importa si es de hombres u oniandros, no importa si se proclaman las mejores intenciones. Imperio significa imposición.

—La primera vez que escuché hablar sobre esta nueva alianza entre hombres fue también de boca de Orel, cuando coincidimos allá en Jiril Alnira —dijo Lónar, pensativo—. Por mucho que me lo explicó lo seguía viendo como un eco irreal de aquellas historias de mi niñez cuando se hablaba de las guerras de los hombres.

—Todo lo que nos contó Orel es cierto —insistió Ígonor—. Y espero que tu estancia en Árdelen te lo haya demostrado. Los hombres pretenden volver a levantar su imperio y para ello están dispuestos a lo que sea. No se trata de una lucubración de cuatro reyes. Lo he visto con mis propios ojos. Llevan tiempo trabajando y preparándose. Un peligro real se levanta en las Llanuras Centrales. He ahí el porqué de que muchos vean con temor que los tuyos se marchen de estas tierras para siempre. Ya algunos vuelven a repetir la profecía: «Cuando los véldeny se marchan, significa que el fin del mundo se acerca».

—Esas son solo tonterías —respondió enojado—. Nuestro pueblo no tiene nada que ver con lo que le suceda a las demás especies. Si vivimos aislados es justamente porque hemos querido garantizar el desarrollo natural de los nativos. Nos sentimos orgullosos de nuestra neutralidad.   

—No, no, joven velden. Los tuyos no han dejado de intervenir desde que llegaron a estas tierras hace más de dos mil años atrás. ¿Quiénes crees que fueron los Jinetes Blancos? El nombre no es una coincidencia. Ellos eran véldeny, acompañados de hombres y otras tantas criaturas que, bajo sus máscaras lucharon contra los hombres del imperio.

—Lo que en verdad hicieron estos Jinetes solo lo saben con certeza los árboles. No he conocido a ningún velden que se respete hablando a favor de ellos.

—Gracias a los Jinetes Blancos este mundo no se volvió un caos. Fue justamente tu abuelo Álahor, quien llevaba las riendas de este grupo de guerreros.

—Me resisto a creer que los asesinos de mi abuelo sean de mi propio pueblo —se exaltó de mala manera. Simplemente no quería dar créditos a las palabras de quien ya merecía su confianza.

—Esa es otra historia mal contada. Debes dejar de sentir tanto odio por algo que no sabes siquiera cómo aconteció verdaderamente —el ádamer intentaba calmarlo, haciéndole reaccionar.

Un breve silencio los interrumpió. Lónar recordaba las historias que se contradecían entre los suyos acerca de los Jinetes Blancos y su relación con Álahor. Poco después de que fuera asesinado, muchos se preguntaron la relación de este con ellos. Unos decían que les suministraba el armamento; otros, que se interpuso ante ellos para disolverlos y evitar que afectasen a las naciones véldeny; los menos decían que él mismo los había creado y los comandaba en el combate. En tiempos de las guerras del Imperio de Ardel, a los véldeny no les molestó mucho la existencia de los Jinetes, ellos servían de escudo contra muchos de sus reinos y en silencio sacaban provecho de esto. Luego de que se disolvieran, muy pocos los volvieron a mencionar.

Repasando estas ideas, Lónar se percató de una especie de hipócrita complicidad en todo aquello, como si al final todos supieran la verdad, pero nadie se atreviera a decirla en voz alta. Ahora le parecía más sospechoso; las palabras de Ígonor le hacían dudar sobre su perspectiva, solo que no se conformaba con sus argumentos.

—Los hombres pueden llegar a ser muy fuertes de nuevo. Ya no hay Jinetes Blancos que los detengan —le advertía Ígonor—. ¿Quién lo hará entonces? ¿Acaso los dioses o los alados intervendrán? No pueden irse, Lónar. Ustedes son entre los mortales las criaturas más poderosas, nuestra esperanza para conservar la paz en toda Periéria.

—¿De dónde han salido esas falsas esperanzas? Los véldeny no llegamos a estas tierras para impartir justicia. Lo siento, Ígonor, no puedo hacer nada —le espetó Lónar—. Hagan como las tribus del este o del sur: recen a los dioses —se burló.

—Si los hombres se hacen con el poder, el mundo de Voa Ayande estará en peligro.

Lónar miró a Ígonor con temor. Sabía que esas palabras no habían sido pronunciadas en vano. En el rostro del ádamer se podían ver bien las grietas de El Miedo. ¿Qué otra cosa podía llevarlo a suplicar así?

—Eso es imposible. Ellos ni tan siquiera dominan las magias —tartamudeó en busca de justificaciones.

—Una vez casi lo logran. Hasta los dioses tuvieron temor, y si no hubiera sido por los mismísimos alados, todo habría acabado mal. Los humanos aprenden rápido y están sedientos de usar ese poder aunque no sepan hacerlo todavía. De nuevo reconstruyen una joya muy poderosa, capaz de darles acceso a El Punto, el cual, de paso, ya están buscando. Es más serio de lo que te pudiera parecer y más cercano de lo que quisieras admitir. Si hemos de prevenir los sucesos de hace deciséis años, y esta vez sin Jinetes Blancos, debemos actuar cuanto antes con la ayuda de los tuyos.

—No sé qué decir —esta vez La Razón dominó al velden. 

—No tienes que decir nada. Ve con tu madre y habla sobre estas cuestiones. Mediten juntos.

Fue de esta forma como se separaron. Lónar continuó a pie su camino al este, rumbo a su hogar. Ígonor, por su parte, volvió al cauce del poderoso río que llevaba sus aguas al sur. Mientras navegaba pensaba en Andrey. El peligro ya era inminente y no podía dejarle solo por más tiempo.

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