Una vez más

El granero estaba vacío, ya nadie iría por allí. Esta vez, como las tantas anteriores, ellos se habían prometido que solo sería la última. Nuevamente las ropas cayeron y el ímpetu del desespero los hizo sudar de manera animal. Los movimientos eran bruscos, ásperos, pero al tiempo tiernos y complacientes. Los besos no parecían tales, sino el ansia de devorar un fruto interminable. Gimieron, gritaron. No tenían miedo. Nadie los escucharía en aquel apartado rincón de la finca.

Los dos hombres quedaron allí, víctimas de sus propios deseos, tendidos el uno al lado del otro sin fuerzas para andar. “La culpa es tuya”, se acusaron mutuamente. “Sabes que esto no es normal, no es natural”, se repetían constantemente. Pero entonces recordaban aquellas seductoras maneras de los cuerpos sobre los caballos mientras cuidaban del ganado, y que sin poder evitarlo les hinchaba el miembro y apresuraba el latido del corazón. Entonces, en plena faena, terminaban mirándose, primero de manera furtiva, con evasivas, luego de modo atrevido, desafiante, y cuando no podían aguantar más terminaban en aquel granero abandonado.

“Solo una vez más”, se pedían creyendo que satisfarían de una vez y por todas aquel no-sé-que que llevaban dentro y los volvía locos cuando se tenían en frente. Sin embargo, al final de cada encuentro el sentimiento de vacío era mayor. En lugar de saciar la sed solo conseguían aumentarla, aunque de un modo tan delicioso y seductor que les privaba de enojo.

Las despedidas eran silenciosas, con miradas lascivas y resoplidos semejantes al de las bestias. Sin darse la mano siquiera cada cual tomaba su propio camino, haciéndose creer que nunca más volvería a suceder. Incluso, la primera vez, terminaron golpeándose fuertemente, culpándose el uno al otro y argumentando, con las voces más roncas que pudieran lograr, que ellos eran machos de cabo a rabo y no de esos maricones que andaban por ahí. “Cosas como estas no se dan dos veces”, se dijeron, pero no les quedó de otra que agachar la cabeza avergonzados cuando, “sin saber cómo”, terminaron nuevamente allí. Desde entonces no hubo más excusas o argumentaciones, sino una aceptación tácita de aquella fuerza que no podían contener. “Una vez más”, se suplicaban con la pretendida esperanza de terminar de una vez con todo aquello.

Así transcurrió el tiempo; más de lo que ellos mismos hubieran esperado. Y pese a los años, el ímpetu seguía siendo el mismo; las fuerzas y los deseos, mayores. Estos dos hombres se resistían a sacar su relación de aquellos encuentros sexuales furtivos, pero aun así habían caído en una dependencia sentimental que se sentía plena solo cuando se encontraban juntos. Ello hizo que todo lo que les rodeaba dejara de tener importancia. Ya no tenían nada que buscar. Se tenían a ellos y eso era todo.

Ah!, pero aquellos con quienes convivían les preguntaban con mayor frecuencia sobre las novias, las bodas y los futuros hijos. El círculo se estrechaba y las presiones resultaban mayores. Ambos callaban, discimulaban, y se ocultaban mutuamente las demandas de los amigos y familiares. Sentían que abordar el tema directamente era como claudicar, como arruinarlo todo. De modo que lo pospusieron una y otra vez ante la siempre oportuna propuesta de “una vez más”.

Y los años seguían pasando y fuera de aquella finca el mundo cambió. Ya el amor entre dos hombres no era mal visto y quedaban muy pocos de quienes se atrevieran a repudiarles. Los dos hombres ya eran viejos; ninguno tuvo hijos ni se casaron. Sin embargo, el ego de machos vaqueros impidió que entre ellos la relación madurara.

Para los locales resultó obvio lo que entre ellos sucedía, pero aun así mantuvieron una discreción cómplice. Sin embargo, lo que nunca pudieron sospechar, fue que aquellos amorosos encuentros resultaron siendo tan vivos como el primero. Entre estos jinetes perduró el consuelo de querer siempre una vez más.

Andrey Viarens

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