Kamutef o el toro del desierto

Un disco solar se acercaba lentamente hacia mí. Yo estaba entre todas las dudas: no podía distinguir si era un sueño o si se trataba de la vida real. Y allí estaba, con dos grandes cuernos que sostenían al inmenso sol. Fue su mancha en la frente la que me hizo sospechar. Nunca había contemplado un toro tan espléndido.

El reloj me indicó que ya era la hora. Para entonces  estaba pleno de mí. Todo aquello lo dejé en mis recuerdos como un sueño, aunque no estaba  convencido de que así fuera.

Ante el espejo me ajusté el chaleco y respiré con profundidad. Recé para pedirle a Dios la dicha necesaria para ganar la corrida. Besé el retrato de mi madre y mi padre ya muertos. Cuando salí todos mis amigos me esperaban fuera.

Me habían comentado que la arena estaba llena de pueblo, pero vine a tener conciencia de tal realidad durante el paseíllo. Me sentí turbado como nunca antes. Pero para el primer tercio ya pude recuperarme. Con mi capa parecía bailar toreando a la bestia. Sentí su furia, su odio hacia mí. Me consideré satisfecho. El picador pasó un poco de trabajo para poder encajarle las varas. Los ojos del animal parecían de fuego y su cuerpo aumentaba  en fuerza y tamaño.

Pero no fue hasta la suerte de quite cuando comprendí realmente que aquel no era un toro cualquiera. En él se apreciaban movimientos inusuales, elegantes e inteligentes. Desde ese instante permanecí asustado. Entonces recordé mi sueño.

En el segundo tercio el animal parecía no percibir las banderillas que le clavaban los banderilleros. Su vista permanecía fija en mí. Todos aquellos colores lo avivaron a sobremanera. Confieso  que para el tercer tercio me sentí aturdido, hasta acobardado. Y fue cuando empecé a recordar:

El público gritaba. Mi madre y yo entre ellos. El matador había dado término al toro y orgulloso se dio vuelta a las gradas para saludarnos mientras todos le vitoreábamos. Pero el toro conservaba un último aliento de vida que utilizó para perforar el corazón del torero. Ambos cayeron muertos sobre la arena. Mi madre se congeló y yo comencé a llorar. Tras la muerte de mi padre le había prometido que nunca sería torero, pero tras su prematura muerte rompí mi palabra.

Y allí estaba, en el terreno, en busca de la victoria nunca lograda, frente a la bestia más feroz.

Ya mi muleta estaba preparada. El momento decisivo había llegado. Sus ojos me miraron, esta vez no vi furia, sino una extraña complicidad, tal parecía que me sonriese. Yo saqué mi pecho demostrando un temple ausente. Él corrió con todo el ímpetu que llevaba dentro. Todo fue silencio. Solo quedamos los dos, rodeados de una vacía inmensidad. Así nos acercamos violentamente.

Fue entonces que vi el desierto, basto y caliente. El toro había dejado de correr y yo yacía desnudo sobre la arena, contemplaba entonces el cielo: estaba lleno de luz pero no se distinguía el sol.

—Pensé que nunca volvería a verte —dijo una voz que se me acercaba.

—¿Quién eres?

—¿Es posible que no me recuerdes? Bueno, realmente han sido muchos años. Ven levántate, te mostraré.

El toro lucía ahora muy diferente: su piel era toda blanca, sus cuernos dorados y su tamaño parecía haber aumentado, solo sus ojos seguían siendo los mismos.

Me incorporé y fui hasta su lado. Extrañamente no sentía vergüenza de mi desnudez, me sentía como el hijo pequeño que camina junto a su padre.

—Es tan bello el desierto —suspiró. Yo no supe qué responderle, nunca había pensado en algo como eso—. Solo nosotros hemos sabido apreciarlo, comprenderlo, ver su poder…

Las dunas se movían como las hierbas de la sabana y ante nuestros pasos parecían ceder.

—Si no me recuerdas espero al menos que recuerdes tu hogar —dijo con voz solemne y seria—. Nuestra dinastía te acogerá de forma benevolente. Debes agradecer porque has sido perdonado.

De pronto, de la nada apareció toda una ciudad, hermosa y extraña como ninguna otra que yo haya visto.

—He aquí La Ciudad, nuestro hogar, nuestro refugio. Es aquí donde naciste y creciste en tu primera vida. Para entonces fuiste el regocijo de todos. Un dios entre dioses. Todo fue canto ese día.

Vagas imágenes acudieron a mi mente, no sabía si eran recuerdos o invenciones producto del calor.

Al llegar a La Ciudad la advertí desierta, pero a medida que nos adentrábamos en sus anchas calles, vi cómo salían de sus escondrijos extrañas criaturas: bestias de tamaños descomunales con respecto a los que estaba  acostumbrado a ver, híbridos formados de distintas especies,  y  otros mitad hombre mitad animal. Todos reparaban en mí con detenimiento.

De los edificios de La Ciudad la arquitectura me recordó de inmediato a las ruinas del antiguo Egipto, sobre todo los altos palacios y la pirámide que se alzaba al centro de la urbe. Un Sol Negro sobrevolaba el centro del cielo, sin que por ello hubiera noche.

Lentamente, como en procesión,  caminamos por la avenida principal en dirección a la Pirámide. Poco a poco se nos iban sumando los que nos veían pasar. Caminaba detrás de nosotros, siempre conservando las distancias.

—Kamutef, veo que has cumplido con tu palabra —bramó una voz desde el interior de  la Pirámide.

—Sí, Padre, he aquí a tu hijo perdido —respondió el toro. Y  toda la multitud lanzó un aullido de placer.

—Entonces la hora ha llegado, es mi tiempo de que vuelva al Centro. ¡Dioses egipcios, vuestro tiempo ha regresado! —y el Sol Negro desapareció.

La Ciudad se llenó de júbilo y los rostros parecían otros.

—Sígueme —dijo Kamutef.

Caminamos hacia la Pirámide y nos adentramos en ella a pesar de carecer de abertura de algún tipo. En su interior todo estaba inundado de una densa luz blanca.

Kamutef se detuvo. Su vista estaba fija en algo. Yo no podía distinguir nada. Él cerró sus ojos y al abrirlos apareció ante nosotros un espejo. Pude ver cómo mi fisionomía había cambiado: ahora yo también era un toro, algo parecido a Kamutef, aunque menor en tamaño y majestuosidad.

—Te mostraré la historia solo una vez. Espero que estos dos mil años te hayan sido suficientes para meditar y corregir tus errores—. El rey de los dioses egipcios besó el cristal y un brillo intenso dio paso a imágenes cada vez más nítidas:

La Ciudad ardía en llamas. Dioses luchaban contra dioses en la más sangrienta de las batallas, días y noches sin tomar un respiro. Yo estaba entre ellos. Mi rostro era la encarnación del odio y la furia misma, era despiadado con mis propios hermanos.

Luego pude ver lo que parecía la batalla final:

Me enfrentaba a Kamutef. Esta vez eran dos toros los que gobernaban la arena. Solo Anubis nos contemplaba desde un extremo del ruedo. El rostro de mi adversario mostraba una tristeza desgarradora, el desespero le hacía temblar.

Pero el caprichoso espejo llevó el tiempo un poco más atrás:

Vi cómo recorría alegre La Ciudad, tenía amigos y todos me amaban, hasta que un mal día el orgullo me llevó a visitar el Oráculo y sus palabras me llevaron a las arenas de la vanidad.

De nuevo en la batalla pude ver a través de espejo que no tuve piedad ninguna. Maltraté a mi propio padre, y solo por el poder estúpido al que mis semejantes  habían renunciado: el gobierno sobre los hombres. Pero entonces apareció Él y lo detuvo todo. Era el Padre Más Antiguo, venía a restaurar el orden, perdido a causa de  mi guerra egoísta.

Fui desterrado de La Ciudad y condenado a vivir como hombre durante dos mil años, reencarnando una y otra vez. De Egipto a Roma, de Roma a la Galia y de esta a España, donde me encontraba al comienzo de esta historia. Sin embargo, la mayor de las condenas fue aquella que me forzaba a hacer lo que en mis últimos instantes como dios había hecho: intentar matar a un toro, repitiendo en cada vida el mismo acto, desde los circos romanos hasta las corridas actuales, siempre terminando en el fracaso.

El espejo recobró su función original y Kamutef me invitó a salir de la Pirámide. Caminamos por las avenidas y llegamos a un circo. Las gradas estaban llenas y todos nos esperaban con impaciencia. Ambos nos colocamos en el centro de la arena. Yo miraba desconcertado ora al público ora a Kamutef, pero este parecía estar muy seguro de lo que hacía.

—¿Listo para la pelea? —me preguntó. Yo no entendía nada.

Pude volver a contemplar mis manos humanas. En una la muleta y en la otra la espada.

—Es tu tiempo, el mío ya concluyó. Conquístalo como hace dos mil años deseaste. No te puedes quejar, soy un padre complaciente. – y se apartó para preparar su embestida.

—¡Estoy listo! —grité a toda voz. Él corrió hacia mí. Preparé mi espada y cuando debí asestar el golpe dejé que sus cuernos me dieran fin.

Andrey Viarens

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