Capítulo 28 de Andreíadas

Capítulo Vigésimo octavo

Sueños

1.

Dos saetas de luz alcanzaron en vuelo a una tercera, y al hacerlo, comenzaron a girar a gran velocidad a su alrededor hasta obligarla a caer. Su llegada al suelo provocó una explosión que sembró el pánico en medio de los habitantes de las Colinas Salvajes. Ya en tierra, El Unicornio y El Dragón acorralaron a la olímpica Jelra y le hicieron saber que pagaría por sus afrentas. Ella, sin embargo, los recibió con la sonrisa de quien no se sabe sola. Fue en este momento cuando los hermanos de Andrey supieron del tamaño real de aquella traición.

Junto a ella llegaron otros cuatro dioses, no para recriminarle, sino dispuestos a defenderla. Al principio resultaron irreconocibles, porque pese a haber adoptado una forma corpórea, lo hacían con un disfraz que no dejaba distinguir siquiera a cuál de los clanes pertenecían. En un primer momento, Élduarin y Dránlany quisieron pensar que todos eran olímpicos, pero La Intuición les susurró que habían llegado desde varias montañas.

Estos inmortales se transformaron en guerreros de los cinco grandes pueblos del Mundo Antiguo, pertrechados a su vez de espadas y lanzas de metales irreconocibles. El primero en llegar tomó la apariencia de un liemurni, de piel azulada, estatura alta y complexión corpulenta. El segundo lo hizo como un atlante, de piel broncínea y pelo naranja oscuro, alto y musculoso. El tercero se transformó en un velden, con su piel muy blanca, no tan alto, ni tan musculoso, pero igual de fuerte y rápido. El cuarto se convirtió en un centauro, con rasgos rudos y todo cubierto de pelo. La olímpica, en señal de burla, se transformó en una humana, ni tan alta ni tan fuerte, pero igual de astuta y ágil con las armas. Ellos le sonrieron a sus oponentes y se lanzaron al combate. 

Para dicha de estas bestias sagradas, el inicio de la pelea coincidió con la llegada de una lluvia de luces que arrojó del cielo flechas encendidas en fuego vivo. Al caer sobre las rocas, los tizones se rompieron y de ellos emergieron las asúany. El Oso, El Lobo, El Caballo, El Jabalí, El Caimán, El Uro y El Águila habían llegado también para clamar justicia, envueltos en el rojo de La Rabia que esta vez sustituía su blanco habitual. Un segundo después llegó el Señor del Bosque, con el rugido de las dos gargantas que compartían un mismo cuerpo de perro gigante.

Todos se interpusieron entre los dioses y los hermanos menores, mostrando los afilados colmillos de sus fauces al enemigo en un acto de osadía que hacía mucho tiempo no se veía. Los dioses, por su parte, no vacilaron, parecían haber previsto este enfrentamiento y estaban listos para él. Así, esta contienda de gigantes asoló no pocos bosques. La tierra se estremeció y todo ser vivo huyó para salvar su vida.

Los inmortales se lanzaban y golpeaban entre las alturas y con sus cuerpos destruían los picos de las montañas más altas. Se mordían, golpeaban, clavaban sus garras y uñas en los cuerpos que cubrían como débil escudo sus incorpóreas esencias. Los dioses apelaban a sus espadas, mientras que las bestias se defendían escupiendo fuego por sus bocas. En pocos minutos la cordillera más alta de esta región fue destruida y reducida a meras colinas envueltas en llamas.

Pese a la evidencia de la traición a El Pacto, los demás dioses no intervinieron en el combate por miedo a enfrentarse entre ellos mismos. Con horror miraban lo que ocurría en Las Tierras y se imaginaban la gran destrucción que sepultaría a Periéria si todos los clanes peleaban entre sí. El Desconcierto creció en ellos y vieron que el número de rebeldes era mayor del que habían sospechado, intuyendo que aquellos cinco eran meros representantes de un grupo más numeroso. ¿Quiénes? De momento no lo podían saber. Se miraban los unos a los otros con un recelo que podría convertirse en una guerra infinita. Las risas burlonas iban de un lado a otro escondiéndose en sus propios ecos, anunciándoles a sus padres y hermanos que este era solo el comienzo. 

Emisarios de los reyes de causianos, olímpicos, carpatianos, uralos y otros tantos se presenciaron y reclamaron el cese del enfrentamiento a las bestias apoderadas suyas. Al principio todas les ignoraron, luego, cuando el látigo del amo comenzó a azotarles, algunas retrocedieron, agobiadas por El Chantaje. Otras, más valientes, continuaron en la pelea. Estas últimas fueron castigadas y recluidas más allá de la Frontera de los Vientos. Los mensajeros las encadenaron con collares de fuego y las arrastraron hasta Los Cielos para luego encerrarlas en las cimas de las montañas.

El Señor del Bosque, ante la desventaja que supuso la ida de sus hermanos, se transformó en un monstruo gigante de cinco cabezas y arremetió una vez más contra los cinco dioses. En esta ocasión La Violencia lo volvió ciego, arriesgándose en demasía con sus ataques. No se resistía a ver dividido, y en definitiva desintegrado, al grupo de hermanos más valientes del clan de bestias sagradas.

Pero en este duelo de titanes, La Ventaja estuvo a favor de los dioses. Solo la intervención oportuna de El Unicornio y El Dragón evitó que Altacar terminara transformado en constelación en un rincón de los cielos. Dránlany bañó en fuego al liemurni y al atlante hasta que sus carnes cayeron deshechas al suelo. Élduarin rasgó con su cuerno el disfraz del velden y el centauro, pero ambos salieron ilesos. Por su parte, la olímpica hizo emerger de las profundidades torbellinos de gases tóxicos que los amarraron y doblegaron hasta hincar sus rodillas al suelo. Los cinco traidores, al verles ya débiles y derrotados, decidieron desaparecer en forma de saetas de fuego.

Fue así como las bestias asúany quedaron excomulgadas de todas las tierras y de cómo los dioses recibieron con impunidad o resignación a los conspiradores. Solo aquellas tres criaturas permanecieron bajo su propia voluntad, pero débiles ante La Advertencia que anunciaba El Cielo: El Pacto tenía sus días contados.

2.

Cuando Lónar tuvo entre sus manos El Punto, la primera imagen que vino a su cabeza fue el Valle de las Montañas Picudas. Un relámpago de recuerdos ajenos lo estremeció y pudo ver con sus propios ojos aquella noche terrible cuando Ardel quiso hacerse con el Corazón del Mundo. Luego vio a un sonriente Álahor esconderlo por primera vez en aquel apartado rincón, haciendo brotar del suelo un manantial de aguas blanquecinas. Sentía como si lo enseñara a hacerlo, como si no fuera un espejismo, sino un recuerdo de una experiencia real. Por último, retrocediendo aún más en el pasado, volvió a ver a su abuelo trasladando la pequeña esfera entre el hostil frío en que una vez estuvo envuelta Periéria.

Al volver a parpadear, el velden miró a su alrededor como si hubiera despertado de un largo sueño. Se sintió confundido, desorientado, pero no por ello débil o desanimado. Todo lo contrario, una fuerza nueva y vieja a la vez corrió por sus venas y le hizo respirar con la profundidad que ni la más agitada carrera le permitió antes. Contempló a El Punto y lo vio pequeño y frágil. De él, sin embargo, manaba una sonora luz que solo podía ser la mismísima sombra de El Movimiento. Aquellas Fuerzas Superiores se colaron por sus dedos y le hicieron saber que él debía cuidar de ellas como una vez hizo su abuelo. Tomó entonces El Punto con arrebatado celo y lo ocultó entre sus ropas, apagando el resplandor que cubría aquel claro.

Un segundo después, al alzar la vista se encontró con rostros conocidos que le gritaban con desespero, sin que él pudiera escucharles. Lónar cerró los ojos con fuerza y al abrirlos se vio de regreso a una realidad más lamentable de la que había recordado.

—¿Dónde está Andrey? —preguntó con apenas un susurro. En el fondo, él presentía la respuesta.

—Debemos buscar su cuerpo, no puede quedarse allí —exclamó Orel alzando a La Furia con un brazo y a La Desesperación con el otro.

—Hay toda una montaña de piedras sobre él —dijo Ilvaán a media voz, todavía a un paso del abismo que se abría ante ellos.

Lónar se inclinó y vio en las profundidades las rocas inertes de la mitad de la colina.

—Andrey ha muerto —dijo con parsimonia—. No hay nada que podamos hacer. Debemos partir cuanto antes.

—¡¿Has enloquecido?! —exclamó un eufórico Orel.

—Miren sus manos —advirtió el heredero de Álahor señalando las quemaduras que comenzaban a brotar en la piel de los jinetes—. Es el efecto de permanecer tanto tiempo expuestos a El Punto.

—¿Moriremos? —se aterró Ksaspio tocándose adolorido—. ¿Por qué a ti no te sucede?

—El Dedo me protege, pero no es suficiente para todos —indicó al diamante que ahora colgaba de su cuello—. Si quieren vivir, debemos encontrar cuanto antes el regalo que Álahor les dejó a los Jinetes.

—¡¿Qué hay dentro de la caja?! —exclamó Orel, esta vez con menos ímpetu.

—¡¿Sabes dónde está?! ¡Dime! —Lónar se precipitó hacia él, mas luego dio un paso atrás al ver que el jinete caía de rodillas, ya sin fuerzas.

—Escondida en el valle de Jaragõr —musitó al levantar la cabeza. Su rostro comenzaba a verse demacrado—. ¿Qué hay en ella?

—Está llena de cristales diamantinos. La prueba de Álahor para demostrarles que ustedes lo eran todo para él y que lo hecho fue un sacrificio que le impusieron las circunstancias.

—Cristales —gimió Orel y a su mente vinieron gratos recuerdos de la infancia, recuperando así el aliento.

—Vayamos a casa, todos —dijo Lónar y miró a los tres de forma compasiva.

Orel estaba aturdido, confundido, demasiadas emociones lo habían empujado a un ensimismamiento que le pedía cuidar de su maltratado cuerpo. Solo atinó a ponerse de pie para ir en busca de su yegua y cabalgar de regreso a El Rincón. Los demás lo imitaron y descendieron lentamente por el lado de la colina que aún se mantenía en pie. Por su parte, Lónar miró una vez más al abismo y lo descubrió envuelto en una ligera nube de polvo que ahora era arrastrada por el viento. Apretó los labios con la misma fuerza con que le dolía el corazón, volteó el rostro con rabia y corrió de vuelta con los jinetes. Ahora tenía que llevarlos a casa y salvarlos de una muerte segura. No podía mirar hacia atrás, de lo contrario flaquearía a manos de El Dolor. Ya tendría tiempo de llorar a Andrey y de honrar su memoria como se merecía, sembrando sobre sus cenizas un árbol según la costumbre entre los véldeny.

Al sentir el paso de El Punto por el bosque, los árboles, símbolos mortales de la unión entre los reinos del Voa Arkón, hacían una reverencia. Todos comprendieron la seriedad de los acontecimientos y ninguno se atrevió a decir palabra alguna sobre el recorrido de aquellos jinetes, al contrario, se esmeraban en ocultar sus huellas y apartarlos de las miradas indiscretas. Ellos habían sido testigos del último intento de atentar contra Ayande y ahora eran cómplices incondicionales de su nuevo protector.

3.

El tiempo bajo las rocas se hizo mucho más lento que en la superficie, lo suficiente como para que mi esencia experimentara algo inédito. Ante mis ojos dormidos se presentaron imágenes que los mortales darían en llamar un sueño. En él me vi distinto, aunque seguía siendo el mismo; caminaba por lugares nuevos y viejos a la vez; me reencontraba con personas y seres ya conocidos y disfrutaba del dolor de mi ser.

Al principio me dejé llevar por La Fascinación; una parte de mí quería seguir viendo aquellos espejismos por los que andaba como si no existieran leyes en el mundo. Una sensación de libertad me dijo que el libre albedrío también era posible dentro del Voa Arkón. Poco después, sin embargo, mi esencia comenzó a tomar consciencia de que aquello no era la realidad, sino una sutil fragancia que poco a poco me esclavizaba.

De un susto me desperté e intenté recordar todo lo soñado, aunque en aquel momento no pude lograrlo. Me sentí confundido y contrariado. No sabía por qué, pero había tenido un sueño y ahora estaba despierto por primera vez. Me sentí inquieto y emocionado, cuando ni siquiera debía experimentar sensaciones como esas. Las voces de Las Alturas apenas las escuchaba y fue entonces que me supe lejos de casa.

Luego de este instante de reflexión reaccioné ante la triste realidad que nos acontecía: entre mis brazos y alas yacía Andrey moribundo. Su cuerpo estaba muy golpeado y sangraba por varias heridas. Su rostro inconsciente estaba al resguardo de mi pecho y sus manos las sentí muy frías tras mi espalda.

Lo sostuve con delicada fuerza y me levanté abriéndome paso por el interior de la montaña de rocas y árboles que nos aplastaba. Mi luz era ahora un cuerpo que se hacía casi tanto daño como el suyo, aunque no llegué a experimentar el dolor físico, de modo que no vacilé en maltratar la piel que me cubría y sangrar con tal de que no lo hiciera él.

Llegar a la superficie no fue nada fácil. Me moví con lentitud y cuidado, pero aun así las piedras se deslizaban de forma impredecible rasgando mi espalda y plumas, hasta caer sobre sus extremidades y golpearlo repetidas veces. Aquel espacio tan cerrado y apretado me pareció lo más cruel que pudiera experimentar una criatura mortal y yo mismo quise estar de vuelta en las infinitas Alturas.

Solo una hora después volvimos a ver la luz del Sol. Bajo sus gentiles rayos pude contemplar mejor el lamentable estado del joven y el mío propio. Pasé mis manos sobre su cabeza con intención de sanarlo y descubrí el nulo efecto que tenían mis fuerzas sobre él. Tal parecía que las hubiera perdido.

Los árboles enmudecieron de pena al vernos. Yo grité pidiendo auxilio, pero mi voz se escuchó débil y su eco irreconocible. En las cercanías ya no quedaba nadie. Todos se habían ido huyendo de la desgracia vivida y las consecuencias por vivir. Así que en medio del sepulcral silencio que nos rodeaba decidí cargarlo sobre mis brazos y bajar del túmulo de piedras hasta adentrarnos en el bosque.

Anduve con él todo lo posible, arrastrando mis mustias alas y temblorosas piernas hasta que me convencí de que así no llegaríamos a ninguna parte. Sentí que Las Fuerzas me habían abandonado definitivamente y me dejé caer de rodillas. Supe el nombre de La Derrota y grité al ver su rostro marchito. Por vez primera de mis ojos saltaron lágrimas humanas y todas cayeron sobre él. Lo tendí sobre el suave césped y desnudé su cuerpo. Curé con hierbas cada una de las heridas y junté los huesos rotos, tal y como había visto que solían hacer los humanos. Escuchaba su lento respirar y los latidos ya escasos de su corazón. El Miedo se posó sobre mis hombros y susurró a mis oídos que lo perdería.

Entonces sentí en todo mi ser lo que hacía muchos ciclos sospechaba… Entonces una Fuerza nueva y distinta a la vez llenó el vacío que se apoderaba de mi esencia… Entonces supe que lo amaba, supe que Andrey ya vivía dentro de mí y que mi sangre solo podía ser suya. Entonces me sentí libre y mis labios besaron los suyos con una pasión que reconocí humana.

Él tosió, sus signos vitales parecieron recuperarse, pero no despertó. No estaba muerto, pero tampoco vivía. Se había quedado atrapado a medio camino en el Reino de los Sueños.

4.

La noche se hizo larga y contemplé por primera vez en muchos años la apariencia de las estrellas en el firmamento vistas de las tierras. Su suave luz cayó sobre mis pupilas con la intención de decirme algo, pero yo no podía escucharlas. Intenté encontrar la mía propia, pero para mi sorpresa solo descubrí un vacío en su lugar en el cielo. A pesar de la naturaleza con la que me sabía agraciado, tuve miedo de morir. No por el hecho de dejar de ser quien era, sino por el desespero que me amenazaba con perderlo a él.

Esperaba a cada minuto a que Andrey despertara, pero esta posibilidad parecía cada vez más remota con el lento pasar de los segundos. Descubrí que mis alas habían ensuciado su blancor y que un frío hostil entumecía mis dedos. El aire de La Tierra comenzaba a colarse dentro de mí y a quemarme como si fuera un ser mortal. Solo aquel rostro agónico me impulsó a resistir, a seguir buscando hierbas curativas y cuidar que las heridas no sangraran de nuevo.

Para el momento en que se agotaran todos los remedios a mi alcance llegaron sus hermanos, igual de heridos y marchitos. Sin embargo, en ellos seguía resplandeciendo vigorosa la luz de los de su especie. Élduarin y Dránlany también intentaron sanarle, mas no lo consiguieron. Era evidente que solo dependía de él. Entonces nos miramos con pena y resignación y pactamos lo único que nos quedaba por hacer.

Ellos, en medio de su comprensión y benevolencia, me pidieron que regresara a Las Alturas y suplicara el perdón de Voa Ayande. Solo con Su favor podríamos influir en la recuperación del Hijo de los Hombres. Los hermanos me prometieron que lo cuidarían a cada instante y que no se volverían a alejar de él.

Acaricié su rostro por última vez y corrí más allá de los árboles que le brindaban cobijo. A toda prisa levanté el vuelo y con fuerza agité mis alas con el miedo constante a que cayeran. El ascenso fue lento y tortuoso. Respiraba con dificultad y cada movimiento de aquel cuerpo resultó agónico. Por un instante pensé que no lo lograría y que El Dolor me castigaba en mi inevitable final. Para sorpresa mía, no había terminado de pensar en estas ideas cuando pude cruzar sin dificultad alguna la Frontera de los Vientos y descansar sobre una de sus nubes.

Aquellas formas mortales con que me disfrazaba se desvanecieron como un viejo traje hecho de polvo. Exhalé mi último suspiro y recuperé mi apariencia original, para luego descubrir que mi brillo no era el mismo. En el Reino de los Cielos todo permanecía en calma, pues ya ni se escuchaba el gemir de las bestias encadenadas. Yo me escurrí por las nubes más altas y seguí con mi ascenso hasta la próxima frontera.

Luego de muchas virstas más arriba me detuve justo frente a la Línea de las Auroras. El Sol había estornudado hacía poco y ahora bañaba con bellos colores los polos opuestos del planeta. Las cortinas de luces se movían lentamente y me invitaban a pasar. Yo lo dudé por un instante. Miré hacia abajo y encontré a Periéria dormida.

Al traspasar la frontera El Silencio me dio la bienvenida. Ninguno de mis hermanos se me acercó y Voa Ayande permaneció inmutable al centro de todo. Las Alturas se presentaron oscuras y hostiles, como si no fueran ya mi hogar, como si se tratara de un vacío inhóspito y desconocido, donde cúmulos y estrellas parecían más distante de lo que en realidad estaban.

Yo volé lentamente hacia lo más alto. Allí me encontré con Las Cornetas y ellos voltearon sus rostros para privarme de Las Gracias que su luz reportan. Más allá de Las Puertas llegó un Alto Hermano y me preguntó por El Arrepentimiento. Decidí permanecer callado, tal y como había hecho en todo el camino hasta allí. Él, sin inmutarse siquiera, se hizo a un lado y me señaló la escalinata.

Al llegar a la cima, que es en realidad lo más bajo, El Centro, me postré ante Voa Ayande y abrí mi esencia ante la Suya. Solo allí La Luz brillaba imperecedera, solo allí el Voa Arkón se podía sentir a salvo.

El juicio fue a puertas cerradas. Afuera algunos permanecieron pendientes. Otros sencillamente siguieron con sus vidas, a sabiendas de que tal vez nunca conocerían la sentencia.

Mientras, en un rincón de Periéria, El Unicornio y El Dragón decidieron buscar un refugio más apropiado para el hermano, pues aquel bosque marchito ya no podría brindarle la protección que necesitaba. Así, tomaron el camino del noreste hasta encontrar una espesura que les prometía discreción y descanso. Allí construyeron una barrera infranqueable en forma de túmulo a base de gruesas piedras y plantas trepaderas que los aislaría totalmente del mundo. Ellos también quedaron dentro y tras sellar la puerta, se echaron a los pies de Andrey, quien yacía tendido sobre un colchón de hildegueras, a esperar pacientemente por su recuperación.

La noche siguiente los visitó la Madre Luna, quien con su luz bañó de gracia los tres cuerpos. Ella lanzó un conjuro protector alrededor del aquel lar y fundió las piedras y el techo del túmulo en una cápsula del todo hermética, pero con la virtud de dejar pasar el aire más puro del exterior.

Pero quien quedaría en lo adelante siempre atenta, sin moverse de su lugar, sería La Estrella. Su brillo emanaba firmeza y confianza a quienes decidieron, en esos días tan oscuros, no olvidar a La Esperanza.

Así se sucedieron las noches sin que ocurriera cambio alguno. Los días se convirtieron en semanas y estas en meses. Fuera de aquel rincón del bosque el mundo convulsionaba, pero allí dentro el paso del tiempo se volvió imperceptible.

5.

Del otro lado de la mitad de la colina que quedó en pie, Isjar despertó adolorido. A media virsta de la cima donde tuvo lugar la pelea, su cuerpo yacía humeante y apestaba a carne podrida. En cuanto pudo moverse, sus manos buscaron con desespero el Talismán, mas solo encontraron sobre su pecho un mustio carbón que se deshizo con rapidez entre los dedos. Intentó gritar pero no pudo; La Rabia se quedó contenida en su garganta y sus ojos lloraron sangre en lugar de lágrimas. Luego clamó por ayuda y El Silencio de los alrededores le sentenció que tendría que valerse por sí mismo.

Este último esfuerzo lo hizo dormir el resto del día y la noche en busca de la medicina más necesaria: el sueño reparador. Sin embargo, fueron otros sueños quienes lo visitaron. Algunos les trajeron recuerdos distorsionados de su infancia feliz, otros lo inquietaron con el dolor que supuso el ver asesinados a sus padres frente a sus propios ojos y convertido luego en esclavo al servicio de un vil rey humano.

Hacía mucho tiempo que no soñaba, le parecía que visitar ese reino era tan inútil como quedarse la noche entera sin dormir. Él pensaba que podía controlar a su voluntad aquellas visitas y siempre se complació de evitar los sueños. De este modo, en esta ocasión, supuso que se encontraba más débil que nunca. Lo que su orgullo no le dejaría reconocer jamás era que no estaba en sus manos invocar o no a los sueños. Ese era un don que ninguno de los ádameres poseía.

Al día siguiente, pudo al menos extender su mano y arrancar algunas hojas de unos arbustos que crecían a su lado. Las mascó y dejó que su sabia amarga alimentara y cicatrizara su cuerpo. Dos días después logró ponerse de pie y caminó trabajosamente con ayuda de un palo que usó como bastón hasta detenerse en un riachuelo en medio del bosque. Raspó las quemaduras con algunas algas y musgos para eliminar la infección; esta vez sus gritos de dolor se escucharon lejos. Untó en ellas un emplasto de hierbas y las vendó con tiras de las escasas ropas que no resultaron quemadas por el impacto del rayo.

El viejo ádamer quedó semidesnudo y aturdido a orillas del riachuelo. Se supo débil y descubrió con mayor dolor que sus poderes ya no estaban. La naturaleza de su especie que le permitía acceder a Las Fuerzas se debió haber dañado en la interacción con El Punto y pensó que todo estaba perdido. No obstante, con el paso de los días los dones regresaron uno a uno haciendo que su recuperación aconteciera con mayor rapidez.

Decidió permanecer en aquel rincón hasta que se sintió en condiciones de volver a casa, alimentándose y descansando más de lo que solía hacer de manera habitual. Cumplida una semana fue en busca de su caballo y lo encontró donde mismo lo había dejado amarrado, junto al de Kontos, el discípulo y los escoltas. Tomó sus pertenencias y las ató a la montura de la bestia de su antiguo amo; a las demás las dejó en libertad. De este modo pudo salir de aquel bosque, tan lejano de las Llanuras Centrales.

Mientras duró su camino, se maldijo una y otra vez por haber perdido El Corazón, por no haber actuado con más rapidez y destreza, por subestimar la fuerza de sus adversarios y por no pensar siquiera que los humanos no eran los únicos interesados en él. Se vio a sí mismo, pues, repitiendo los mismos errores que tanto criticó a sus predecesores.

Durante el viaje se dedicó a estudiar las formas en que podría recomponer su plan. Tal vez no tendría la gran fuente de poder que lo llevaría a conquistar el mundo con un mero chasquido de dedos, pero el Imperio de las Llanuras seguía en pie y en plena expansión. Decidió entonces que sería un buen comienzo y una oportunidad que se arrepentiría dejar pasar. También sabía que pronto los véldeny partirían y los hombres quedarían como la fuerza dominante entre los mortales de toda Periéria. Así, tendría que mantenerse en el poder sobre estos para cumplir con su empeño de verlos sometidos a los designios de los ádameres. Tal vez necesitaría apelar de nuevo a El Engaño, pero los hombres serían sus esclavos en el imperio que él mismo gobernaría. Luego los mandaría a luchar a las montañas donde dicen vivir los dioses y solo se detendría al tener El Corazón en sus manos. Si para ello debían morir todos sus guerreros, pues que así fuera.

Cuando llegó hasta el río que delimitaba la frontera norte del Imperio se despojó de sus ropas y se sumergió en el río. Tomó el frasco que había traído desde la Ciudad Amurallada y bebió completamente su contenido. Isjar quedó inmerso en las aguas por un par de minutos. Al salir su rostro fue distinto, su apariencia de ádamer se había transformado de nuevo en humana. Ya no tenía cuernos, ni abundante pelo en su espalda, ya no tenía largas uñas ni ojos felinos. Emergía ahora alto y fuerte, con la piel morena y una abundante barba de muchas canas. Sacó de su jolongo ropas limpias y vistió con ellas el cuerpo nuevo.

Al cruzar el río continuó su viaje en dirección suroeste, en busca del camino que lo llevaría hasta Árdelen. Primero llegó al antiguo reino de Nápres, donde comió, bebió y buscó un caballo más freso. Sin mucha dilación siguió su trayecto y repitió el descanso en el antiguo reino de Tierras Negras, donde gobernara el difunto rey Pento. En este recorrido nunca quitó la capucha de su cabeza y procuró moverse solo en las noches, descansando durante el día en graneros de campesinos a cambio de algunas piedras preciosas.

El camino resultó más fácil de lo que había previsto. En las villas había pocos hombres y las mujeres no se atrevían a salir de sus casas tras la caída del sol. Sus maridos se encontraban lejos, sirviendo de guerreros o comerciantes en inhóspitas tierras que les prometían abundancia y bienestar. Solo fue al cruzar la frontera del antiguo Árdelen cuando varios soldados le apuntaron con sus lanzas.

6.

La carrera de los Jinetes se hacía lenta. La energía que emanaba de El Punto los volvía débiles tanto a ellos como a las yeguas con que cabalgaban. No se le veía brillar entre las ropas de Lónar, pero su energía era capaz de mover cada una de células que componía sus cuerpos. Y ellos sabían, como Teldésy que eran, que El Movimiento daba, pero también quitaba en su ir y venir.

—Debemos tomar diferentes caminos. Así no podemos continuar —dijo Lónar inconforme.

—No, nuestra misión es proteger a El Punto y a su Protector —le respondió Orel visiblemente agotado. Los demás ya no tenían fuerzas para hablar siquiera.

—Entonces nos detendremos en aquel río —dispuso el kírlij apuntando a un desvío en el camino.

Al llegar se apearon de las yeguas y corrieron al agua. Allí bebieron y se bañaron por largo tiempo. Buscaron hierbas curativas y con ellas aliviaron el dolor de las yagas que cubrían su piel. Lónar, por su parte, sumergió a El Punto donde las aguas fluían serenas y una nube de vapor se alzó de súbito, formando una nube que los cubrió a todos.

—Cada hora que pasa sin agua se vuelve más caliente —dijo el velden—. Temo que en breve el poder de El Dedo tampoco sea suficiente para mí.

—Álahor tenía el don de hacerla brotar de cualquier lugar —comentó Orel.

—Tal parece que no heredé esa virtud.

—¿Acaso lo has intentado? —se inquietó Ksaspio.

—Ni siquiera sabría cómo hacerlo —le respondió desde el agua.

—Aun así serás tú quien se encargue de él en lo adelante —concluyó Orel—. Si Álahor te dejó El Dedo, no hay duda alguna de que ese es tu destino.

—Así me lo han dicho los árboles —y les dirigió a los jinetes una mirada mucho más adulta—. Según ellos, mi abuelo siempre supo que sería yo quien cuidaría de El Corazón tras su muerte. Y yo, hermanos míos, ya me he casado con esa encomienda —Lónar sacó El Punto de entre las aguas y todos lo vieron brillar con los latidos de un ser vivo, ahora más aliviado por el agua que lo refrescaba. Con solo mirarles se sintieron fuertes de nuevo y con la tranquilidad de que podrían seguir adelante. Habiendo comprendido esto, todos corrieron a sus yeguas y cabalgaron con más rapidez que antes.

Luego de un largo y penoso viaje pudieron al fin llegar a Jaragõr, el Valle de la Montañas Picudas y al refugio que servía de cuartel a los Jinetes Blancos. Al adentrarse en el primer camino fueron rápidamente interceptados, tal y como estaba previsto, por sus hermanos de guardia. Estos los asistieron y les ayudaron a llegar al centro.

Los pocos Jinetes apostados allí acudieron al socorro de los cuerpos desfallecidos. Sin embargo, Lónar, Orel, Ksaspio e Ilvaán no se detuvieron en el campamento. Sin darle tiempo a El Descanso fueron en busca de aquel rincón que tiempo atrás había servido de refugio a El Punto. Orel desenterró la caja que trajera Asjal y se la entregó a Lónar con sus manos ya temblorosas y sus ojos a punto de cerrarse.

La kaira del velden brilló con todo su blancor frente a aquella docena de criaturas que lo acompañaban. Con su mirada les preguntó si estaban listos ante lo que pudiera suceder y todos asintieron con firmeza. Abrió lentamente el cofre y sonrió complacido. Luego mostró a todos los diamantes que Álahor les obsequiaba y en todos hubo una mezcla de alivio e intriga. Comprendieron que este acto era la consumación de todo un plan bien elaborado que implicó muchos sacrificios. Supieron entonces que el largo y tortuoso sueño al que fueran sometidos tiempo atrás no había sido en vano.

 De repente, y para sorpresa de estos mortales, El Punto se zafó de su protector y voló hacia el mismo sitio donde una vez descansara. De la tierra brotó agua nuevamente, trayendo de vuelta el estanque y el riachuelo que nacía de él. Aquellos cien metros a la redonda de suelo árido y poblado de hojarascas volvieron a verdecer con inusitada rapidez bajo la luz del Sol.

Lónar entregó un cristal diamantino a cada uno de los tres defensores de El Punto y estos comenzaron a sentir rápidamente el efecto de la recuperación. «Tenemos que hacer de este valle el lugar más seguro que exista sobre las tierras», anunció. «Debemos dedicarnos en cuerpo y alma a la conservación del Voa Arkón para demostrar una vez más a Voa Ayande que somos dignos de Su Regalo. El Punto nunca debió haber salido de este santuario. Los años que sucedieron al primer atentado hasta hoy deberán ser recordados como un escarmiento, una lección que deberá hacernos fuertes».

Todos se postraron frente a Él y juraron en voz alta con las palabras secretas de la hermandad. Luego se retiraron del claro y dejaron a solas a El Protector. Este habló a los árboles que rodeaban el lugar, y con palabras precisas les encomendó la misión de vigilar y proteger todo el Valle. En lo adelante nadie podría entrar o salir sin que él estuviera al tanto.

Luego alzó sus manos y El Dedo brilló, fundiendo al fin sus poderes con los nuevos que heredara y conjuró su primera voluntad como Protector. Aquel círculo de árboles creció a sobremanera por encima de sus semejantes hasta que las puntas de sus ramas se entrecruzaron formando una cúpula que protegía al rincón de un cielo abierto. Un segundo círculo de árboles creció un poco menos y de sus ramas brotaron largas espinas llenas de veneno.

A continuación, una hildeguera se arrastró por el suelo, los troncos y ramas, del otro lado de los círculos concéntricos, y tejió una malla que pisaría todo aquel que se aproximara, y que esta, consecuentemente, atraparía y asfixiaría.

Dentro del templo, la luz del Sol se volvió escasa, pero la del Corazón inundó el nuevo refugio. Lónar pudo ser testigo por primera vez en su vida de la maravilla del reflejo de Su Luz. Allí las sombras y las luces se mezclaban y nacían la una de la otra. Tal parecían ser la misma cosa.

De momento no podría hacer más. Sabía que no era suficiente, pero hasta ahora se sentía satisfecho. Al salir de allí, a través de la puerta que las hildegueras vivas abrían y cerraba a su paso, ordenó a doce Jinetes que hicieran guardia permanente alrededor del lugar, turnándose en cada sesión del día con un nuevo relevo. Luego fue a reunirse con sus tres hermanos, pues de muchos temas debía conversar.

7.

El juicio terminó y abandoné El Centro con un penoso parpadeo de mi luz. Descendí lentamente las escalinatas y al salir ninguna de Las Cornetas me despidió. Hasta mí llegaron varios de mis hermanos y me acosaron con preguntas; se interesaban más por el juicio que por mí. Yo, en cambio,  permanecí en silencio y pedí estar a solas.

Ahora Las Alturas volvían a lucir como de costumbre, y no con el extraño silencio con que me recibieron. Daba la impresión de que nada había cambiado y que la tragedia del día anterior no había significado nada en absoluto. Comprender este manifiesto acto de La Hipocresía me decepcionó y volé a un rincón apartado a fin de meditar sobre los últimos sucesos. Sin embargo, El Agotamiento logró que me durmiera, tal y como les sucede a los mortales, y entonces volví a soñar.

Se trataba del mismo sueño que tuviera bajo las rocas que cayeron sobre mí y Andrey, con la diferencia de que pude notar que este sueño no era mío, sino de él, y que yo apenas asistía a ver a través de sus ojos. Sin quererlo me había colado en su cabeza; nos habíamos convertido en una misma mente.

Al principio resultó curioso, hasta ligeramente divertido. Luego comencé a inquietarme, pues descubrí que mi voluntad no era escuchada en ningún momento y solo podía ir allí adonde me llevaban otros pasos. El camino a transitar era el mismo que yo habría elegido, pero no era yo quien guiaba y vigilaba. Era como si esta vez otros fueran los ojos que desde las nubes velaran por mí. Estremecido por una asfixia de desespero que me aprisionaba como las rocas comencé a gritar hasta que por fin abrí mis ojos.

La Angustia y El Desconcierto me habían despertado con el tormento de sus ruidosas cornetas. Yo hui de ellos e inconscientemente me dirigí a La Frontera. Desde allí contemplé a Andrey, con sus ojos cerrados y su esencia marchita. Solo me consoló el hecho de ver que sus hermanos cumplían con su palabra de acompañarlo y protegerlo a cada momento.

Alcé mi mirada y busqué en el firmamento el brillo de mi estrella. Con alivio vi que brillaba en su lugar de siempre, a mucha distancia de este planeta. Ello me devolvió la confianza y tuve el valor de alejarme de La Frontera para ir a visitar lugares lejanos y a viejos conocidos en una región de Las Alturas de donde provengo. Allí me recibieron de distintas maneras y supe aceptarlas a todas por igual. Largas y profundas fueron las charlas con mis semejantes y otras criaturas amigas. En ellas predominaron las reflexiones en torno a nuestra esencia y misión para con Voa Ayande. En ese tiempo pude advertir con una dimensión nueva lo alejado que me sentía de aquellos que me criaron y educaron. Sentía que había perdido la perspectiva, la noción de todo, pero al mismo tiempo me sentía orgulloso y firme con los pasos que hasta entonces había dado. Sentía Su Amor y el mío muy cercanos. Pese a la opinión de los míos, mi luz brillaba a Su favor.

Me despedí de todos y volé de regreso a La Frontera. Me senté sobre una nube y allí descansé de mi vida y pensamientos. Pude sentir el abrazo de Voa Ayande, a quien me descubrí llamando Padre, y juntos recordamos el diálogo dentro del juicio. Yo aún estaba aturdido. Se trataba de un sacrificio muy grande.

Él esperaba mi respuesta. Yo había prometido no vacilar, pero al menos necesitaba estar preparado. Dirigí nuevamente mi vista hacia las tierras y observé con detenimiento cómo las criaturas que en ellas vivían hacían uso de Su Regalo y de cómo sería en un futuro de no producirse los cambios necesarios. Yo recordé los sucesos de hace miles de años atrás y de mis intervenciones como rayo del Sol que era. Pero fue, sinceramente, aquella cadenciosa respiración del ser amado lo que me impulsó a pararme nuevamente frente a Ayande y decirle con firmeza que estaba dispuesto a todo.

8.

Los súbditos se inclinaron estremecidos cuando, de repente y sin que nadie lo anunciara, vieron pasar montado a caballo al emperador Kontos por las calles de Árdelen. Por muchos días se habían corrido varias voces por los barrios de la capital con noticias inquietas. Unos le daban por muerto, otros por desaparecido y algunos hablaban de rapto y traición. Pero allí estaba, entrando solemne por la vía central de sus dominios. Su rostro y vestimentas eran perfectamente reconocibles a la vista de todos, así como su soberbia y orgullo.

Al advertir su llegada los miembros de la corte corrieron a asistirle. Lo rodearon con preguntas sobre su misteriosa desaparición y sobre su estado de salud. De primer momento este se limitó a responder con preguntas sobre su ejército.

«Llevan a cabo la campaña de conquista en Tierras Vírgenes», respondió uno de los generales con el acento que indicaba la incondicional lealtad mantenida por todos en sus días de ausencia. Kontos respiró aliviado e hizo una señal para que entraran a la fortaleza. La corte guardó silencio y el soberano volvió a ocupar su lugar de dueño y señor.

«Cuatro leales súbditos y yo fuimos a cumplir una misión que reportaría grandes beneficios para mi imperio», dijo con voz serena y cansada ante las miradas expectantes. «Lamentablemente la intromisión de los Jinetes Blancos hizo fracasar nuestra empresa. Mis acompañantes murieron y solo yo pude escapar», fue interrumpido por murmullos que no escondían su inconformidad ante aquel relato incompleto. «Lo importante es que ahora ya estoy de vuelta y la vida en mi imperio debe seguir su curso», afirmó ahora con voz más fuerte y se puso de pie. «Los Jinetes vencieron en este pequeño combate, pero saben que la guerra la vamos ganando nosotros. Hoy nuestra gente camina sin miedo más allá de nuestras fronteras y conquistan nuevas tierras que nos reportarán más poder y riqueza. ¡No teman, fieles súbditos! El brazo de mi imperio es fuerte y sabrá defenderlos a todos».

La Euforia se paseó contenta por el salón y devolvió a todos la serenidad perdida durante aquellos largos días de ausencia. El monarca seguía en su plena capacidad física y mental y parecía estar listo para cumplir con la palabra dada. Sin importar las muchas preguntas que les quedaron por responder, ellos se contentaron con saber que en lo adelante apenas recordarían estos días como un mero susto.

Una vez a solas en aquel amplio salón, las puertas y ventanas se cerraron para dar la bienvenida a criaturas esclavas de la oscuridad. Cuando las antorchas se prendieron, Kontos vio a su alrededor muchos ojos amarillos que lo observaban con cautela.

—Hay demasiados rostros ausentes —dijo con parsimonia.

—Aquí estamos los que en verdad te somos leales —dijo Lirania al llegar de última por el corredor.

—¿Qué ha sucedido? —esta vez la voz del monarca se escuchó severa, mas no inquieta.

—Apenas las luces comenzaron a caer del cielo y se tuvo noticias de los estruendos en las Colinas Salvajes, algunos de los nuestros intuyeron a qué se debía tu ausencia —explicó la ádamer de hermosas plumas—. Algunos se acercaron a mí para preguntar, otros para exigir. Y fueron estos últimos los que no tardaron en llamarte traidor por no haberles dicho nada.

—¿Y bien? —en su rostro se esbozó una sonrisa.

—Al pasar los días te creyeron muerto y comenzaron las disputas por ver quién ocuparía tu lugar —dijo ella acercándosele.

—¿Hubo algún ganador? —preguntó burlesco.

—Solo tú, mi señor —le respondió con una ligera reverencia.

—Agradezco tu lealtad y la de todos los que hoy nos acompañan —dijo poniéndose de pie y tomando con gentileza su mano—. Sin embargo, debe constar que esta lucha interna solo nos debilita a todos. ¿Cómo fundar un imperio ádamer si luchamos entre nosotros?

—La Avaricia ya fue muerta, mi señor —sonrió ella—. Los quemamos en hogueras en lo más profundo del bosque. No le quepa la menor duda de que el ejemplo quedó grabado en el resto de nosotros.

—Tenemos que permanecer más unidos que nunca —dijo paseándose entre los ádameres, la mayoría de ellos, los más jóvenes de la corte—. El Talismán está destruido y el Corazón del Mundo quedó en manos del enemigo, lo cual significa que debemos pensar muy bien nuestra nueva estrategia.

—¿Y los hombres? —preguntó uno de los presentes.

—A los hombres los gobernaremos nosotros mismos, como siempre debió ser —dijo con rapidez y enérgicas palabras al tiempo que sus ojos no ocultaron el brillo felino de su real naturaleza—. Ya no estaremos recluidos en oscuros sótanos, aunque deberemos permanecer disfrazados por un tiempo. Les prometo que más pronto de lo que imaginan nuestra especie ocupará el lugar que le corresponde bajo los rayos del Sol.

Los ádameres se miraron y adoptaron formas humanas. Kontos los miró complacidos y los despidió mientras se apagaban las luces de las antorchas. Cuando todo quedó a oscuras los grandes ventanales volvieron a abrirse para dejar pasar la luz del Sol. Con la llegada del primer rayo, el monarca descubrió ante sí a una bella mujer.

—Hoy he escuchado de ti demasiadas promesas —le dijo Lirania, la de pelo muy largo—. ¿Cómo te las arreglarás sin el Talismán?

—En estos días he comprendido algo que no pude años atrás —le respondió en medio de miradas indiscretas—. Tal vez y no se trate de asaltar al Corazón del Mundo, sino de doblegar a aquellos que lo tienen entre sus manos. Ardel malgastó muchos años buscando la fórmula para hacerse con él. No dudó en matar a su primogénito ni sacrificar la naturaleza del segundo. Sin embargo, ¿acaso no habría sido más sencillo engañar al enemigo?

—¿A qué te refieres? —ella lo miró inconforme.

—Las Colinas Salvajes han quedado totalmente destruida —dijo con la voz ya ronca—. Fuerzas inmortales se enfrentaron en el campo de batalla al tiempo que nosotros creíamos tener el poder para vencer. ¡Ni todas nuestras fuerzas juntas serán capaces de ganarles en un duelo así!

—¿Entonces? —ahora se le escuchó desesperada.

—Tenemos que hacer que ellos sigan enfrentándose hasta que se aniquilen los unos a los otros o estén lo suficientemente débiles como para que podamos someterles.

—¿Quiénes de ellos se han quedado con el Corazón?

—No lo sé, pero en aquel momento final estuvieron más cerca los Jinetes Blancos.

—Dicen que les han visto marchar en dirección de Tierras Vírgenes.

—Si en verdad tienen el Corazón en su mano, sus movimientos serán cautelosos y dejarán buena parte de sus soldados en casa para protegerle.

—¿Qué sugieres?

—Seguiremos con la expansión del imperio —dijo mirándole a los ojos—. Nuestras fronteras serán tan lejanas que ellos no serán suficientes para abrir un frente de batalla en cada una. Mientras, dejaremos que los hombres se reproduzcan como las ovejas y luego los mandaremos a subir montañas y cabalgar en contra de los Jinetes.

—Será una carnicería —gimió ella.

—La necesaria para crear el caos y la confusión que nos despejarán el camino hacia el poder absoluto.

9.

Para cuando los Jinetes Blancos llegaran a las Tierras Vírgenes, al lado oriental del Gran Río del Este, pudieron comprobar que ya estaban pobladas mayoritariamente por colonos provenientes de las Llanuras Centrales. Los antiguos habitantes de allí habían emigrado a zonas más al este o al sur. Por ello constataron que en dicho lugar ya no había nada que hacer. El verdadero conflicto comenzaba en la frontera de estas tierras con las que ocupaban las comarcas humanas del noreste. Allí los lugareños habían decidido no abandonar sus dominios y presentar pelea ante los comerciantes primero y los guerreros después.

Por eso, la llegada de los Jinetes fue una señal de aliento para los pacíficos moradores de estos lares, quienes no tenían por costumbre el arte de la guerra y su consecuente violencia. Los Teldésy pudieron liberar varias tribus sometidas, pero estaban conscientes de que ninguna de ellas equivalía a una victoria que hiciera temblar al enemigo. Los hombres del imperio estaban tan dispersos en un territorio tan basto que, en lugar de combates, a ellos les pareció asistir a la caza de pequeños grupos de bandoleros.

—Según la información que trajeron los exploradores, las fuerzas mejor armadas y numerosas del Imperio están divididas entre estas tres zonas —indicó Lúthleran en el rústico mapa dibujado en el suelo—. Eso nos da una ventaja. Cada una de ellas por separado no significarán un reto para nosotros.

—Aun así nos costará vencerles —advirtió Asjal—. Para cuando hayamos derrotado a una guarnición las demás habrán tenido tiempo de reabastecerse y recuperarse. Será un nunca acabar…

—Es evidente que sus generales ganan en experiencia —rechistó Nahoan—. ¿O es que tan brillante estrategia se lo ocurrió el mismísimo Kontos?

—Los locales podrían unírsenos y formar guerrillas que les tiendan emboscadas y los martirice por las noches —protestó Bahor—. En definitiva se trata de su libertad.

—Esta gente no sirve para la guerra. Son débiles, poco diestros y holgazanes —comentó Ceka al tiempo que masajeaba su pierna enferma—. Lo único que les interesa es el presente. Si comen y duermen bien hoy no les importa lo que suceda mañana. Yo mismo intenté reclutar a varios y de nada sirvió. Son muy dados a gritar alabanzas a los libertadores, pero cuando se les pide cooperación todos desvían la mirada —concluyó enojado.

—¿Entonces para qué luchamos? —exclamó Bahor del todo exaltado.

—Es nuestro deber —intervino Lúthleran golpeando el suelo con su pie derecho—. Tal vez ahora se comporten así, pero cuando el Imperio se pase un par de años apretándoles el cuello y exigiéndoles tributos entonces cambiarán de parecer y se lanzarán a la lucha.

—¿Tendremos que esperar dos años? —replicó Bahor interrumpiéndole.

—A nosotros no nos conviene que el Imperio se extienda y se haga fuerte —continuó Lúthleran dirigiendo una mirada incisiva a Bahor—. Liberar las comarcas de los hombres está bien, pero nuestro objetivo principal es contener a Kontos.

—¡Y vaya que lo hacemos bien! —le respondió Bahor.

—Tenemos que pensar en un nuevo estilo de lucha —dijo Asjal intentando desviar la conversación—. Tal vez si…

—¿Cómo que no lo hacemos bien? —replicó Lúthleran haciendo caso omiso a Asjal.

—¡Si no estás convencido, pues será el concilio de todos quien deba juzgarlo! —le replicó Bahor subiendo el tono de voz—. Si ellos mismos no quieren colaborar será porque no les importa estar sometidos. Entonces nosotros no tenemos porqué arriesgar nuestras vidas en vano.

—Bueno, estamos exagerando las cosas… —intentó intermediar Ceka.

—¡Hermanos! —exclamó Asjal parándose en medio del mapa y separando con sus manos lo que amenazaba con volverse una pelea—. Así no podemos hacer esto. ¿Qué pensará Orel cuando se entere de estas desavenencias?

—¡Ah, Orel! —volvió a enfadarse Bahor—. ¿Dónde está Orel? ¡Debería estar aquí y no persiguiendo a un niñato que se las da de ádamer y nos abandonó sin decirnos nada, tal y como lo hizo su maestro!

—No juzguemos sin saber qué sucedió —le contestó Asjal.

—Yo propongo que discutamos esto con más calma en el concilio de todos —dijo Ceka—. “¿Seguir o regresar al Valle?”, será la pregunta. Debemos decidirlo juntos, con ecuanimidad y no así como lo estamos haciendo.

Con tal de calmar los ánimos, los presentes accedieron y fueron a avisar a sus hermanos que en la noche se reunirían a la luz de una sola hoguera. En la asamblea muchos hicieron uso de la  palabra. La mayoría expresó su descontento por el comportamiento pasivo y poco agradecido de las tribus liberadas. Se cuestionaron seriamente el sentido de aquella campaña.

—… En definitiva nuestra misión principal es encontrar y proteger El Punto —dijo Bahor con altisonante voz al ver que sus ideas eran secundadas por muchos Jinetes—. Volvamos al Valle y preparémonos para cumplir nuestra verdadera tarea frente a Voa Ayande. Si las criaturas desean matarse las unas a las otras y ello les causa placer, pues no seremos nosotros quienes se lo impidamos.

Asjal y Lúthleran se miraron decepcionados. En el fondo sabían que entre las tropas existía una baja moral justificada, pero esa no era la filosofía ni el estilo de lucha de los Jinetes Blancos, dados siempre al desprendimiento y el sacrificio en las misiones que ejecutaban. Aun así se privaron de intervenir al percatarse de que la mayoría seguía de forma ciega a Bahor, quien tenía la simpatía de los más jóvenes, contándose en mayor número que los miembros originales de la hermandad.

—Este es un asunto delicado —advirtió en privado Nahoan a estos dos hermanos mayores.

—Nunca debimos dejarle que se encargara por tanto tiempo de los novatos —masculló Lúthleran entre dientes—. ¡Mírenlo nada más! ¡Se siente padre entre hijos que lo idolatran!

—Todos hemos tenido la culpa —dijo Asjal mirando la luz de la hoguera—. Pero deshacer este error tomará tiempo y dedicación. Lo mejor será que volvamos a casa y terminemos de preparar a los nuevos. Ellos aún no han asimilado bien de qué se trata todo esto. Lo que hay que evitar por encima de todo son las deserciones o la fragmentación misma de nuestro ejército —y miró al filo de su espada, recordando lo que sucede con aquellos que deciden abandonar por su cuenta el juramento a las armaduras. Ambos le dieron la razón.

Así fue como la asamblea votó en mayoría por el regreso a Jaragõr y dejar a su suerte a los comarqueños desagradecidos. Entre estos no pocos ojos les vieron con tristeza al partir, a sabiendas del escarmiento que en poco tiempo caería sobre ellos.

10.

La creación del templo de árboles fue el último minuto de revuelo en Jaragõr. Desde entonces el valle se adormeció en un silencio de origen incierto que invitaba a todos al descanso, como si aquella magia que lo inundaba se fuera a encargar de todos los enemigos en lo adelante. Los Jinetes, sin embargo, sabían que ahora más que nunca debían permanecer alertas y eso estremeció cada uno de sus corazones.

—¿Nunca más me dirigirás la palabra? —preguntó en susurro la voz dolida.

—¿Por qué no me contaste? ¿Acaso no fui lo suficientemente bueno para ti? —respondió la voz traicionada y desvió su mirada al campamento que se veía más allá de los árboles.

—Tenía miedo. Mi vida sufrió un cambio total —e intentó acariciarle.

—Los hechos me llevan a pensar diferente. Todo huele a premeditación, a venganza, a traición —Ksaspio hizo un intento por alejarse.

—¿Acaso preví encontrarme con ustedes, y que me salvaran cuando casi muero? ¿Acaso esperaba yo vivir luego de todo lo que me sucedió? —insistió Ilvaán interponiéndose en su camino.

—Con eso no arreglas nada —le espetó Ksaspio, esta vez dirigiéndole una mirada severa.

—¿Acaso esperaba encontrarme contigo? —y sus ojos lloraron—. ¿Cómo puedes pensar que todo ha sido falso?

—En nuestra hermandad no existen los secretos. Los Jinetes Blancos somos una misma cosa —le respondió una voz fría.

—No te voy a negar que cuando vi la oportunidad de desquitarme de aquel que me despojó de mis tierras, de mis súbditos, de mi linaje, de mi vida… —tomó aliento lentamente—. Cuando vi esa oportunidad no lo pensé dos veces. Estoy de acuerdo en reconocer que actué de forma egoísta y sin pensar en las consecuencias, pero nada de eso fue para ir en contra de la Hermandad, para ir en contra de ti —se defendió el otrora rey—. Fui víctima del fantasma de mi pasado.

—En ese aspecto a mi corazón no le resulta difícil perdonarte. ¡Vaya, ni tengo que preocuparme por eso! ¿Quién soy yo para ello? —exclamó el de risos color fuego—. ¡El mismísimo Lónar te premió con un cristal diamantino! Lo que me indigna es que fingieras todo este tiempo, que te disfrazaras de algo que yo buscaba para así entregarme a ti y protegerte con ello de las sospechas que pudieras levantar entre los demás. Te aprovechaste del tonto que se dejó seducir por tus falsas palabras y astutas tretas. ¡Me utilizaste todo este tiempo!

Ilvaán desenvainó su espada y la clavó en la tierra que mediaba entre ambos.

—Cuando era rey y luchaba en nombre de la Alianza, lo hacía con la ingenua voluntad de ayudar a mi especie, de devolverles la gloria del pasado —dijo con voz grave—. Quería estar a la altura de mi padre muerto y ser fuerte ante aquellos que pedían de mí a un rey y no a un niño. Entonces crecí solo y sin saber qué era el cariño, qué era el amor. Cuando lo perdí todo, lloré y pensé que sería mi fin, pero tuve la suerte de convertirme en uno de ustedes y descubrir verdades que no tenía. ¡Ahora soy solo un Jinete Blanco y estoy orgulloso de ello! Y tuve la dicha de conocerte a ti y recibir al amor que nunca nadie me había dado.

Ksaspio, todavía visiblemente enojado y contrariado, tomó la espada y la sujetó muy fuerte.

—Si mi verdad no te convence o todavía te duele, entonces estoy listo para morir —continuó Ilvaán—. Soy todo lo que hemos vivido, todo lo que has visto y conocido de mí desde que me encontraste. El pasado que te cuento murió aquel día a manos de los lobos del bosque. 

Ksaspio vio el pecho sin armadura y su puño se doblegó. Miró aquellos ojos y no pudo engañarse diciendo que ya no los amaba.

—Admito haber cometido la falta de dejarme arrastrar por el pasado. ¡Pero nunca más se repetirá! ¿Acaso no eres capaz de perdonarme eso? ¿Acaso no merezco una segunda oportunidad? ¿No soy digno de vivir? Sí, porque ahora mi vida es esto que hoy tengo, los Jinetes Blancos y tú por encima de todas las cosas —y quedaron mirándose fijamente, de pie entre La Clemencia y La Revancha.

—Claro que tienes esa oportunidad —respondió al fin Ksaspio con suaves palabras y le acarició el rostro en señal de perdón. Entonces se abrazaron y besaron a la vista de un sonriente Amor. 

11.

De regreso a Jaragõr, los Jinetes fueron recibidos por La Sorpresa. Quienes allí se habían quedado respondían ahora a las órdenes de un nuevo líder y no vacilaban en desenvainar sus espadas. Ellos mismos les refirieron las noticias sobre el nuevo atentado contra El Punto y la muerte de Euandriey Yávalkaj. Mientras cabalgaron por entre las montañas picudas, los veteranos habían advertido la presencia de una Fuerza que varias veces experimentaron en su juventud. Muchos de ellos se llevaron por instinto la mano al pecho, en busca del collar ausente, y se preguntaron si todo no era más que un mal presagio. Ahora, a las puertas de su propio campamento, supieron que todos sus temores eran ciertos.

—¿De qué se trata todo esto? —protestó Bahor—. Los Teldésy hicimos una asamblea en la que acordamos las nuevas leyes que nos regirían. ¿Ahora pretenden que obedezcamos al nieto de aquel que nos traicionó?

—Hermano, escuchemos lo que tienen que decirnos —intentó aplacarlo Asjal.

—Álahor no los traicionó. Él siempre los amó —dijo Lónar al acercarse con lentos pasos. A su alrededor los árboles parecían hacerle la corte y los jinetes más viejos, al verle, encontraron en sus ojos al mismísimo Álahor. Los jinetes del campamento se pararon en firme a su lado, impidiendo que otros se le acercaran.

—¿Cómo te atreves a burlarte de nosotros? —exclamó furioso Bahor, contenido por las lanzas de jóvenes jinetes.

Orel salió de entre la multitud con La Concordia posada en uno de sus hombros y se acercó a su hermano. Le miró con dulzura a los ojos y Bahor cayó sumiso ante ellos. Aplacó sus ánimos y con su mirada le reprochó haberse quedado sin él desde la campaña en Tierras Vírgenes.

—Hermanos —dijo el de anchos hombros—, he sido testigo de un nuevo atentado contra El Punto. Lónar, Ksaspio, Ilvaán, Andrey y yo hemos vivido lo que pudo ser el fin del Voa Arkón, pero La Dicha quiso que esta vez reivindicáramos a nuestras escamas de plata. Muchas han sido las verdades que se nos han revelado en estos días y más nos vale aceptarlas si hemos de seguir siendo el ejército de Voa Ayande.

Entre los presentes hubo inquietud, murmullos que pedían saber más y se reprochaban haberse perdido la pelea para la que tanto se habían preparado.

—He aquí la muestra del aprecio por todos ustedes —el nuevo guardián abrió la caja llena de cristales diamantinos y el azulado resplandor brilló a la vista de todos—. Por miles de años mi pueblo los ha guardado celosamente desde que partió de las tierras-que-se-fueron. ¡Son nuestra mayor reliquia y recuerdo del Mundo Antiguo!

Los veteranos se acercaron todo lo posible y sus miradas se perdieron entre las caricias de La Nostalgia, cayendo rendidos como niños pequeños que al fin regresan a su hogar. Entonces recordaron con vívidas imágenes las poquísimas ocasiones en que los llevaron en sus cuellos, cuando Álahor los encomendaba a una misión especial cercana a El Punto. A lo sumo fueron una o dos veces cuando asumieron este honor, pero lo suficiente como para sentir en sus corazones el latido de Voa Ayande.

—Mucho antes de morir, quiso Álahor que colgaran de sus cuellos de forma permanente, como el premio de tantos años de sacrificio. Es este el regalo que confirma que su amor por ustedes era incondicional y eterno. Todo lo ocurrido después no fue más que un lamentable malentendido. Su plan consistió en desviar la atención de los enemigos de El Punto y hacerles creer que estaba de vuelta en Los Cielos y que por ello los Teldésy no tendrían motivo de ser. Y solo engañándolos a ustedes mismos y gritando a los vientos su dolor, dioses y ádameres creerían que la guerra había terminado.

››Ha sido un sueño horroroso el que ustedes han vivido creyéndose abandonados, pero mi abuelo sabía que esta era la única forma de mantener a salvo El Punto hasta que yo creciera y fuera capaz de ocupar su lugar. Para ello me encomendó El Dedo, el diamante más poderoso de todos, el cual llevo en mi cuello desde la infancia sin haber sabido siquiera su valor. Espero de ustedes los gestos propios de El Perdón y acepten este regalo como el símbolo de un nuevo comienzo. El pasado ya no lo podremos cambiar y la realidad es que hoy yace nuevamente en este valle El Punto y es nuestra misión protegerle en nombre de Voa Ayande —Lónar escuchó cómo el retumbar de su voz era escuchado en un profundo silencio.

››Sé que vienen desalentados de Tierras Vírgenes y yo los comprendo. Aún tenemos que madurar y hacernos más fuertes. Por tanto valoro prudente la decisión que tomaron de regresar aquí para cumplir con tal fin. Es cierto que Álahor me encomendó la tarea de guiarlos como él lo hiciera, pero soy testigo del nuevo régimen al que se han adaptado. ¡No es necesario que lo cambien! —exclamó con más fuerza a la multitud—. Sin embargo, estimo que será prudente que siempre recuerden que soy yo quien ha sido encomendado para trasladar y esconder El Punto cada vez que este se encuentre en peligro; por eso, debemos trabajar juntos y nunca sobre la base del capricho y la imposición.

—¡Hermanos, tenemos a El Punto en casa! —gritó con júbilo Orel y todos lo secundaron con vítores de algarabía.

—Hagamos de este valle un lugar seguro —continuó Lónar—. Y el día que seamos más fuertes, entonces podremos decidir cuándo marchar más allá de sus fronteras para liberar de una vez y por todas las tierras de Periéria.

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