Capítulo introductorio

Capítulo introductorio

Escenas del preludio

1.

Escondidos entre la maleza, los lobos pusieron en atención sus orejas. En lo alto de las ramas, las aves se escondieron presurosas en sus nidos. Los árboles, hasta ahora quietos y silenciosos, se estremecieron dejando caer algunas hojas. Todos, temblorosos, quedaron a la espera de saber el motivo de aquellos gritos que se aproximaban por el sendero. Las voces agudas que los entonaban solo aparecían cuando querían repartir reprimendas.

«¡Andrey! ¡Andrey! ¡Andrey!» Se volvió a escuchar, ahora con más fuerza. Llegando a toda prisa, cinco ákanas aparecieron con un rostro que no era de enfado, sino de desespero. Entonces los vecinos de aquel rincón del bosque supieron que iban en busca de su cría. «¡¿Dónde estás?!»Repetían una y otra vez con sus voces agitadas, pero solo les respondía el silencio oscuro de la espesura.

Detuvieron sus pasos ante una enorme raíz que, en forma de arco, servía de puerta entre una parte y otra del bosque. Alzaron sus miradas y al contemplarla sintieron sus fuerzas desfallecer.

—Él nunca ha pasado de aquí —dijo Olia con un inusual tartamudeo.

—Pues esta es su primera vez —respondió Serla al encontrar entre las hojas secas las pisadas ocultas que iban más allá de la raíz.

Todas siguieron por el camino intentando rastrear las huellas cuando, inesperadamente, el aire comenzó a enrarecerse. Una extraña quietud paralizó las hojas de los robles y arces, al tiempo que la luz del Sol se tornó inusualmente dorada para esas horas del día. Al principio las ákanas no le prestaron mucha importancia, pero después advirtieron lo que sucedía y se miraron sin atreverse a decir palabra. De repente, comenzaron a moverse más rápido, y con sigilo siguieron buscando al niño.

—Allí está —advirtió Noria, al verlo contemplando varios arbustos secos de ramas extrañamente retorcidas.

—Andrey —lo llamaron en susurro. Aquella parte del bosque se presentaba más oscura y moribunda de lo que recordaban. Hacía mucho que no iban por allí. Donde terminaba el camino todo yacía seco y desolado: vestigios de aquella insólita tormenta que castigó al bosque siete años atrás.

El niño las miró en un principio sonriente y luego asustado al recordar la travesura en que lo habían sorprendido. Se apresuró a esconder sus pequeños tesoros en los bolsillos y giró la cabeza a ambos lados como si no fuera consigo.

—Rápido, debemos irnos —murmuró su madre Naina y lo sujetó con fuerza de la mano.

—¿Qué sucede? —preguntó indiferente a aquellos ojos mustios.

—Es que…

De súbito un aire violento se desató entre los árboles y una bestia de enorme tamaño se apareció ante ellos resoplando con furia. Las de pequeña estatura y delicadas líneas comenzaron a cambiar sus gentiles rostros por los de fieras dispuestas a defender a su cría. Sus melenas verdes cobraron vida agitándose como serpientes sobre sus cabezas, al tiempo que las manos se alargaron con afiladas pezuñas. Miraron con recelo al enemigo, a la espera del ataque, pero al ver brillar aquellos ojos a través de la niebla que lo envolvía, comprendieron que no valdría la pena enfrentársele. Entonces las agitadas cabelleras cayeron lánguidas y sus dueñas corrieron sin mirar atrás.

La forma monstruosa, de tres metros de altura, las persiguió con arrebato y de un salto se les interpuso en el camino. Las ninfas, a sabiendas de aquel poder de los cielos que ahora tenían ante sí, se quedaron inmóviles.

—¡¿A qué han venido?! —retumbó la voz de la bestia, al tiempo que su forma comenzaba a dibujarse mejor mientras perdía los difusos contornos del vapor que la rodeaba. Su pelaje blanquísimo salió de entre la niebla y los cuernos de plata se irguieron orgullosos ante ellas.

—Gran Aries… —tartamudeó Serla con los ojos clavados en el suelo.

—¡Oh, protector de los bosques, bestia sagrada! ¡No ha sido nuestra intención molestar! —exclamó Mira, saliendo al paso en nombre de sus hermanas.

—Pero aun así entraron a esta parte del bosque, a sabiendas de que el paso por aquí está prohibido —dijo ahora con voz menos colérica. Ya el rostro se le podía contemplar mejor, dejando ver la hermosa lana que cubría su cuerpo y las pezuñas de plata con que andaba sobre la tierra.

—Nuestra cría se había perdido y… —lloraban.

—¡No hay excusa! —exclamó con renovados enojos el carnero gigante—. ¡Ustedes deben dar el ejemplo ante todos, en lugar de…!

—¡Déjalas en paz! —gritó Andrey al salir del cobijo de pelos y hojas con que su madre lo había envuelto.

Aries quedó sorprendido. «¿Qué hace aquí una cría humana?». Pensó para sí, al tiempo que sintió cómo sobre su lomo La Curiosidad sujetaba las riendas de su furia y lo invitaba a contemplar en silencio al niño de unos siete años de edad. Descubrió entonces en el interior de aquellos ojos un brillar centelleante que lo escrutaba sin pudor alguno.

El rostro de la bestia asúan se volvió más afable y la emoción de aquel inesperado encuentro lo llevó a arrodillarse para observarle más de cerca y olfatear mejor su aroma. Podría decirse que hasta resoplaba entusiasmado. Las ákanas, estupefactas, se miraron sin comprender lo que sucedía.

—¿Por qué las asustas? Ellas no han hecho nada malo —replicó el pequeño llevándose las manos a la cintura y alzando su mentón de manera desafiante—. ¡Déjanos ir!

—Así será —respondió El Carnero dócilmente, como hipnotizado, sin percatarse del ensimismamiento del que había caído preso.

Las ákanas tomaron al niño de la mano y huyeron despavoridas. Aries, recapacitando, se volvió hacia ellos y con un aliento de fría niebla lo detuvo todo alrededor.

—¿Madre? ¿Ákanas? —exclamó el pequeño al verlas congeladas en plena carrera.

—Euandriey —lo llamó Aries con voz apacible—. Ven  conmigo, por favor.

—¿Qué ha sucedido con ellas? —preguntó confundido, al tiempo que acariciaba los cinco rostros de miradas perdidas.

—Estarán bien —le respondió con un especial timbre de voz que aplacaba los ánimos.

Andrey, de repente, dejó de sentir temor y caminó entre la niebla para acercarse a la bestia. La parte de él que quiso protestar, gritar y llorar ahora permanecía muda ante los ojos de la bestia que le transmitían serenidad y confianza. Había algo en ellos que le recordaba a los animales del bosque amados por él. El tamaño de la bestia no hacía la diferencia, todo lo contrario, pese a su gigantesca silueta le pareció que podía ser igual de tierno.

El chico acarició el pelaje blanco y sin necesidad de que se lo pidieran, subió agarrándose de él hasta sentarse sobre el lomo. «Sujétate», le pidió Aries, y este, de un salto, voló por sobre las copas de los árboles. Sus patas se movieron lentamente, como si remaran en el aire, al tiempo que la bestia se desplazaba a gran velocidad, dejando atrás el centro del valle y hasta llegar a la cima de una de las picudas montañas que lo rodeaban.

—¿Qué es este lugar?

—Es una montaña de paso prohibido.

Andrey se dio la vuelta y pudo ver cómo lucía en su plenitud la tierra donde vivía. Aquel valle se presentó majestuoso ante sus ojos y experimentó por primera vez el placer de las alturas. No conocía cada rincón del Valle de las Montañas Picudas, aún era muy pequeño, pero supo entonces que de grande lo exploraría todo. Sintió que debía conocer a fondo su hogar, su mundo.

—¿Cómo es que sabes mi nombre? Nunca antes nos habíamos visto —esta vez contempló al carnero de una forma diferente. Justo en ese instante sintió que era distinto al resto de los seres del valle y que había en él un misterio que le comenzaba a inquietar.

—No ha sido tu nombre, sino tus ojos, los que te han delatado —sonrió el de relucientes cuernos plateados—. Una vez los dioses me hablaron sobre ti.

—¿Los dioses? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué saben de mí?

—No hay criatura de este mundo que escape a su saber —sonrió.

Por primera vez en su vida Andrey se preguntó sobre sí mismo. La ingenuidad de su niñez recién llegaba a mirarse al espejo de su esencia y un seductor temblor estremeció todo su cuerpo. El valle y él mismo eran dos nuevos desconocidos para su mente inexperta. El aire de las montañas le hizo respirar profundo la emoción que le trajo La Curiosidad, la más traviesa de Las Gracias, aún invisible sobre el lomo de la bestia.

—Observa cuán hermosas son las tierras, Euandriey —dijo Aries en tono solemne—. Algún día los hombres y todas las criaturas vivirán en alegría sobre ellas.

El chico no sabía a qué venía todo aquello. Las palabras le parecieron muy distantes, demasiado grandes para él. Aun así, se atrevió a conversar con ellas.

—¿Y por qué no ahora? —le preguntó algo molesto.

El enorme carnero, coloreado en dorado por la luz del Sol, sonrió ante aquella joven inocencia.

—Más allá de este apacible valle hay seres que no han comprendido el mandato de paz de Voa Ayande e insisten en hacer la guerra.

—Pues alguien debería detenerlos —replicó convencido, como quien sabe de lo que le hablan.

—Ya llegará ese día, pequeño… —se detuvo y miró receloso al cielo para comprobar que nadie los observaba—. Vamos, monta de nuevo.

—Por favor, sé bueno con las criaturas del valle —le suplicó acariciando el pelaje, ya desde el lomo.

—La bondad siempre será mi respuesta para quienes respeten las leyes del bosque. Mi tarea es protegerlo a él y a quienes lo habitan —le dijo mientras llegaba al filo del barranco, para luego dejarse caer en elegante vuelo.

El viento sopló muy fuerte en el rostro del niño y por un instante soñó que volaba con alas propias. Con sus ojos entreabiertos mezcló realidad con fantasía y dibujó un paisaje más colorido de lo que en realidad era, con árboles que danzaban en libertad propia y extrañas criaturas que flotaban felices sobre las copas.

Una vez en tierra firme, Andrey lo volvió a mirar con detenimiento; jamás había visto una criatura tan grande y blanca. Quiso saber más sobre su naturaleza, el lugar de dónde provenía y si había otras como él. Mas percibió que no sería en esta ocasión. Acarició la suave lana del carnero y reparó en los cuernos enroscados, que le recordaban a los simpáticos caracoles con que a veces jugaba.

—Pon tu frente —murmuró la bestia—. Te regalaré un beso —Aries colocó con ternura sus labios en el entrecejo del chico y luego cerró sus ojos, al tiempo que una niebla lo envolvió y con ella desapareció.

—Adiós —dijo el pequeño, quien se había quedado inmóvil en medio de aquel claro del bosque que ya retomaba su verdor habitual.

En ese mismo instante las ákanas lo tomaron con fuerza de la mano.

—Date prisa, Andrey, no debemos estar aquí.

Él quiso contarles de su viaje, pero ellas ni siquiera se habían percatado de su ausencia todo ese tiempo.

2.

Más allá del valle, al oeste de sus montañas picudas, se extienden las Llanuras Centrales, grandes estepas habitadas por clanes y tribus de hombres. Estas criaturas, agrupadas en diminutos reinos, dedicaban sus vidas al cultivo de granos y a la cría de animales. A pesar de la poca distancia entre sus aldeas, por estos tiempos la desconfianza se había hecho dueña de los caminos que una vez los unieran.

Hubo una época en que por esos lares abundaron también los bosques. Ahora solo se les veía como diminutas islas a punto de hundirse en la inmensidad de un campo amarillento que procuraba cada vez menos frutos. Sus habitantes, a descuido de la maltrecha memoria heredada de sus antepasados, tomaban a la estepa como el mejor refugio, alejado de la oscuridad donde los árboles escondían peligrosas bestias.

En una de las villas, muy al centro de las llanuras, se refugiaban algunos de los pocos sobrevivientes de aquella tormenta que arrasó con sus vidas pasadas. Ellos, ahora, permanecían en silencio, expectantes, a la espera de una señal que les prometiera otra vez la gloria del pasado. Para sorpresa de los más atentos, ella llegó en forma de gritos y aspaviento.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! —se escuchó el desespero de una sumisa voz que llegaba corriendo por los pasillos de la enorme casona de barro y madera.

—¿A qué se debe tanto alboroto? —le preguntó la voz indiferente, deteniendo bruscamente el ímpetu del ádamer.

—¡Está vivo! ¡Está vivo! —le anunció con entusiasmo a su señor.

Kontos lo miró confundido, como si lo hubieran despertado bruscamente de un sueño profundo. El cazador de conjuros, con apariencia que pretendía imitar la de un hombre, llevaba la espalda encorvada por el peso de su propia joroba. En su cabeza se retorcían a cada lado pequeños cuernos como los de un fauno y sus ojos, grandes y redondos, llevaban el brillo peculiar de un felino. El cuerpo, de abundante pelambre, iba protegido con pieles y algunas telas. En su mano derecha llevaba su bastón de andar y en la izquierda las uñas largas con que solía invocar sus embrujos.

—¡Esta vez las piedras han revelado los susurros de Las Voces! Dicen que vive en el valle —y sus ojos brillaron emocionados.

—¿Cómo es posible? —susurró el rey, dejando atrás la parsimonia de los últimos años y colocándose en posición de alerta—. ¿Estás seguro de lo que dices? —su voz recobraba fuerza a medida que asumía el peso de aquella noticia.

—Sí, mi señor. Al séptimo año las piedras han decidido hablar —siseó con ojos esperanzados.

El rey de hombres se amasó la espesa barba  y meditó por un instante. Sin darse cuenta sus labios esbozaron una pequeña sonrisa, la primera en años.

—Manda a llamar a los reyes de la vieja alianza. Nos debemos reunir aquí cuanto antes.

—Enseguida, mi señor —a los tres pasos el ádamer se detuvo y volvió de nuevo hacia él—. ¿Acaso responderán a su llamado?

Bastó por respuesta una mirada para que Isjar supiera que debían intentarlo. Así, el ádamer cubrió su cabeza con una capucha y se asomó al patio de la casona, donde permanecían siempre los mensajeros del monarca.

Por su parte, Kontos desperezó su cuerpo estirando los fuertes brazos. Aquel hombre, de corpulento porte ataviado con rústica indumentaria, se paró frente a la ventana y observó desde la distancia la vieja ciudad en ruinas. El negror de las cenizas y el moho cubrían sus piedras, como si se tratara de un simple basurero al otro lado del río. En su mente permanecían vivos aún los recuerdos de las llamas y los gritos de los desdichados que fueron perseguidos por los hijos de La Muerte.  

Cada tarde, desde aquellos temibles días, Kontos contemplaba con pena el pasado que le arrebataran a él y a su pueblo. Esperó pacientemente durante todos estos años a que los hombres recobraran sus fuerzas, pero eso nunca sucedió.

Sin embargo, no le importó que en su cabeza se acumularan las canas, con tozudez se repetía que todo no estaba perdido. Aquella mañana, por vez primera, sonrió al sentir cerca la salvación por la que tanto había esperado.

3.

La ákana Naina fue a sentarse junto a sus hermanas en una de las raíces del manzano gigante que ella tenía por hogar. Allí conversaban todas las tarde al tiempo que veían a Andrey entretenerse en solitario con pequeños palos y piedras. Él, muy feliz, construía sus propios juguetes e inventaba sus propios juegos. Aquel espacio, delimitado por tupidas enredaderas alrededor del gran árbol, le servía al niño de patio y cobijo, apartándolo de las miradas indiscretas.

Ella, la de ojos muy verdes, sabía que la paz de aquel refugio no duraría para siempre y La Inquietud se había vuelto su más asidua compañera. Desatendía incluso sus tareas habituales en el valle y lo dejaba todo en favor del hijo predilecto. El travieso humano crecía con cada Sol, hacía más preguntas y se fugaba con mayor frecuencia. Solo dos días atrás lo había sorprendido con un grupo de diminutos elfos de camino al riachuelo que tanto le prohibiera.  

Las ákanas, que suelen vivir en tranquilos rincones de los bosques, son de los seres más nobles entre los mortales. Y Naina se esmeraba siempre por entregarle ese amor a su pequeño, aunque el tiempo le decía que no era suficiente. Sus hermanas, otras madres de bosque, la acompañaban casi siempre en el reto de ayudar a crecer a una criatura del todo distinta. Esto, por demás, se le sumaba al hecho de no haber conocido de cerca nunca a alguno de su especie, tan temidos por aquellos parajes. Claro, nadie pudo odiar al bebé que creció como un igual bajo el manto de quienes se encargaban de proteger y cuidar del bosque. Todos amaron al pequeño Andrey y nunca lo asociaron con sus parientes humanos. Un hijo de ákanas sería siempre visto como un hermano mayor y nunca como un depredador.

Las madres de bosque eran consideradas en estos tiempos y, en este valle en particular, como una autoridad entre quienes habitaban las tierras, los riachuelos y las cimas de los árboles. Ellas servían de juez ante las disputas, sanaban a los heridos y castigaban a quienes transgredían la ley. Cierto es que existían criaturas de mayor tamaño y fuerza, pero solo ellas eran capaces de entender a plenitud los secretos del bosque.

Estos seres, que no rebasan el metro de estatura, llevaban el pelo muy largo, como enredadera que se deja caer de una rama. Ellas cubrían sus delgados cuerpos con trajes de hojas tejidas, a cuya confección se dedicaban siempre en sus ratos de ocio. El resto del tiempo lo empleaban en cultivar plantas allí donde no había y sanar a quien lo necesitara. Nadie les impuso nunca estas tareas, sino que lo hacían por el instinto maternal que les dictaba su propia naturaleza.

Sin embargo, harta es conocida la furia de sus ojos cuando alguien comete una injusticia. Las han visto crecer el doble de su tamaño y atrapar con sus pelos al más fuerte de los toros. Sus dedos podían convertirse en largas y afiladas espinas con las que han llegado a matar sin piedad a los agresores. El chillido de sus gargantas podía intimidar a la bestia más salvaje y su llanto lo describen como el mismísimo dolor de la madre tierra.

El instinto protector hacia todo lo vivo era su motivo de existir, y Andrey no fue la excepción. Durante estos siete años, las cinco hermanas se esmeraron como nunca antes con tal de verle crecer sano y fuerte, enseñándole a pensar y vivir con lo mejor de sí mismas.

Naina, no obstante, sabía que ese esfuerzo sería útil por muy poco tiempo. A diferencia de los árboles y los animales, aquel hijo de hombres necesitaba más que agua y frutos para crecer; la esencia de sus semejantes tarde o temprano lo reclamaría. Ella, por otra parte, no quería tampoco que sufriera el destino cruel de muchos de los suyos. Se resistía a ver aquellos ojos nobles transformados en los de un depredador o un asesino.

El incidente de días atrás le hizo pensar en el pasado y en el futuro, por muy doloroso que los sintiera. La repentina aparición de Aries le demostró que fuerzas mayores seguían pendientes de aquel mustio rincón del bosque, ahora de paso prohibido. Aquella noche de inusual tormenta parecía estar ligada al destino del pequeño y no podía permitir que los ecos de sus rayos lo lastimaran.

En realidad hacía mucho que Naina sospechaba de estos peligros, pero no había podido reunir el valor suficiente para admitirlo. Su ciega pasión de madre la había llevado a celar al pequeño sin percatarse de que ella misma podría hacerle daño. Así, de súbito despertó del idilio y  comprendió que era hora de actuar de un modo diferente.

—La decisión está tomada. Ha llegado el momento —dijo Naina al interrumpir de repente la animada conversación de sus hermanas. Ellas descubrieron en su voz un timbre melancólico, pero seguro.

—¿A qué te refieres? —preguntó Mira, temerosa de la respuesta que obtendría.

—¿Tan pronto? —murmuró Olia, con lágrimas en los ojos, intuyendo lo que Naina anunciaba.

—Es por su propio bien —sentenció la madre de bosque, resignada, pero convencida de sí misma—. Mandaré a buscar a Ígonor para que se lo lleve.

—¿El ádamer? ¿Has enloquecido? —se asustó Noria—. ¡Es prácticamente un desconocido! ¡Puede ser peligroso!

—Sé que no te agrada, pero es lo más cercano y lo más lejano a un ser humano que conocemos —intentó explicar Naina—. Yo ya le conozco lo suficiente como para confiar en él. Los de su clase son dados a las enseñanzas más virtuosas y yo doy fe de la sabiduría de esta criatura en particular.  

—¿Qué puede brindarle un extraño ádamer como él? ¿Por cuánto tiempo se lo llevará? Aquí contigo está mejor. No te preocupes por los elfos, a veces son mala compañía, pero cuando madure sabrá distanciarse de ellos. En este lugar estará protegido —musitó Serla.

—¿En realidad piensas que nosotros lo podremos mantener a salvo para siempre? —se enojó Naina ante la ingenuidad de su hermana—. Debe crecer y hacerse fuerte para defenderse por sí mismo. ¡Aquí nunca lo logrará! Tenemos que darle la oportunidad de llegar a la adultez como un buen humano, que sepa de su especie, de sus lenguas y costumbres. Luego, una vez que sea mayor, podrá escoger por sí mismo si se queda en el valle o sale a vivir con ellos a las estepas.

—Los humanos son criaturas salvajes. Perderá su tiempo entre ellos —se burló Mira.

—Es lo más justo —intervino la compasiva Olia—. Yo te entiendo, Naina. Nosotras te apoyaremos como siempre hemos hecho.

Las cinco ákanas esperaron a que cayera la noche para escurrirse en secreto por aquel mismo sendero donde se encontraron con Aries días atrás. Al seguir por él, llegarían al moribundo rincón del valle al que todos temían ir. Allí la tierra estaba seca y nada crecía. Un extraño olor se mezclaba con una densa niebla y solo se podían ver escarabajos y cucarachas correr de un lado a otro. En medio de la oscuridad, buscaron en los alrededores hasta encontrar un escondrijo entre las rocas.

—Si es tan peligroso como dices, cómo es que planeas dárselo —protestó Mira.

—Le pertenece —dijo Naina al tiempo que comenzaba a apartar las piedras que estaban apiladas en un rincón.

—Tú misma nos dijiste que te hizo daño aquella noche —replicó Serla.

—A él no le hizo nada y lo llevaba encima —respondió Naina, únicamente asistida por Olia.

Luego de haber removido todas las piedras, las ákanas escarbaron con sus pezuñas en el suelo.

—Ya lo siento —dijo Naina y las hermanas retiraron sus manos rápidamente.

Ella desenterró un estuche y todas lo miraron con espanto. De él brotó una tenue luz que dejó al descubierto sus rostros en medio de la penumbra.

4.

Era la época del año cuando los frutos colgaban de los árboles en abundancia y nadie se reñía por los más frescos y jugosos. Era la temporada en que todos iban de un sitio a otro con inquieto júbilo como si en los cielos se gestaran cambios que influyeran sobre las tierras. Sin embargo, para ellos, a simple vista cada momento del año les parecía igual al resto, siempre verde y hermoso.

Estos buenos ánimos sorprendieron a Andrey al salir del tronco. Una algarabía de amigos improvisaba un festín sin motivo aparente. Incluso los pequeños elfos estaban allí; habían prometido no hacer travesuras y llegaron hasta el manzano montados sobre sus liebres pardas y sobre sus pilkas, las liebres sin rabo y de orejas redondeadas.

Al chico le resultó fácil contagiarse con la alegría y el placer de verse rodeado de tantos amigos. Su familia, grande y colorida, de todas las formas y tamaños posibles, procuraba que pasara ratos agradables. Se prometió entonces a sí mismo que sería un buen chico, y no tan travieso como el año anterior. Sabía que su madrecita lo regañaba por su propio bien, y que ella siempre tenía la razón.

—¿Me dirás por qué tantas sorpresas? —le preguntó intrigado cuando Naina lo llamó al interior del manzano. Las ákanas se sentaron junto a él y lo acariciaron con pena.

—Tengo algo para ti —respondió al tiempo que descubría lo que un estuche de hojas guardaba—. Euandriey, estas prendas las traías puestas el día en que tus padres te entregaron a mí —que no usara el diminutivo de su nombre le confirmaba que esta era una conversación muy importante.

—¿Mis padres? ¿Tengo padrecitos? —no tenía la menor idea de lo que decía, pero aquella expresión en los ojos de su madre le hizo temblar de miedo. Presentía que nada bueno podía estar sucediendo. Nunca la había visto así de seria, ni siquiera cuando se enojaba cada vez que él se iba a explorar el valle junto a los elfos, y ese regaño ya lo había recibido.  

—No, mi pequeño Andrey, me refiero a tus verdaderos padres. Un hombre y una mujer, dos seres humanos como tú. Nosotras te queremos mucho y yo siempre seré tu madre, pero es hora de que crezcas y sepas la verdad.

A Andrey se le aguaron los ojos y las miró a todas con enfado. Sintió que su mundo se transformaba de súbito, sin pedirle permiso siquiera. Se supo frágil, pequeño, desprotegido. No le importaba si aquello que le contaban era bueno o malo; él solo quería que todo siguiera como antes. Pensaba que ese era un momento inoportuno y anticipado para que cambiaran su vida. Fue entonces que La Rabia se hizo dueña de él y lo sacó corriendo de allí.

Toda la mañana la pasó en la copa del manzano, dejando volar a la imaginación entre las ramas más altas. Tenía en sus manos el extraño collar que Naina le entregó. Lo paseaba entre sus dedos mientras limpiaba la herrumbre que lo cubría. Al mirarlo lo hacía con rencor, sin reparar bien en sus detalles. Tocarlo le transmitía un escalofrío con viejos recuerdos que no sentía como suyos y que ni siquiera podía dibujarlos del todo en su mente. Era solo una sensación, pero fue suficiente para inquietarlo.

Esa molestia le hizo preguntarse muchas cosas sobre sí mismo como nunca antes lo hiciera. Nuevamente La Curiosidad se sentaba junto a él y le hacía confundir miedo con alegría, deteniéndose en cada uno de los recuerdos de su joven vida, buscando el instante al que pudiera echarle la culpa. Una extraña sensación de vulnerabilidad y aventurismo lo mezclaba todo dentro de su joven esencia, trastocándolo todo al punto de no saber qué hacer o cómo comportarse.

Su único consuelo resultó ser el beso protector que Aries había dejado sobre su frente y que ahora sentía en forma de agradable calor. Entonces respiró profundo y miró al cielo en su búsqueda, pensando que vendría para llevarlo de nuevo a las altas montañas, allá donde todo parecía hermoso y etéreo. Fue en ese momento que recordó los sueños que le acompañaban en las noches y que siempre olvidaba en las mañanas: volaba entre las nubes sin poder regresar a la tierra que tanto amaba.

A la llegada del mediodía los deseos de comer le hicieron bajar. Los ojos ya se habían aburrido de llorar y su mente no quería hacerse más preguntas que sabía no podría responder en ese momento. Pensó que pasado ese día todo seguiría siendo igual si él mismo se lo proponía. Poco le importaba ser humano o tener otros padres; seguiría allí junto a Naina y las demás ákanas, y de grande recorrería todo el valle como tanto deseaba.

Los amigos ya se habían ido. Miró a su alrededor y sintió como inoportuno aquel encuentro de algarabía. Para él esta había sido una mañana triste, por eso le intrigó el sinsentido de la fiesta con la que su madre intentó suavizar su noticia. 

—¡Humm! ¡Qué bien huele! —suspiró con aires de disimulo al traspasar la entrada del hogar al interior del árbol.

—Tu comida preferida —intentó sonreír la madre.

—¡Todos al tocón! —exclamaron las demás ákanas, ocultando la tristeza que les embargaba el alma.

Andrey se percató del movimiento lánguido de sus largos pelos y de aquellas sonrisas nada auténticas. Todo allí dentro le pareció mustio y sombrío.

—Hoy llegará Ígonor —comentó Naina acariciando la suave melena del niño.

—¡¿El que habla en otra lengua?! —se sorprendió Andrey.

—Es un ádamer —dijo Serla con acento misterioso.

—¿Te gustaría aprender de sus artes? —le preguntó Noria.

—¡Claro que me gustaría! Debe ser una criatura muy interesante. Me emociono cuando ustedes me cuentan las historias de los ádameres.

—Pues yo me sé una que nadie te ha contado aún —dijo con voz de intriga la vieja Olia.

—¡Cuéntamela, por favor!

—De acuerdo, escucha atento…

Luego del cenit llegó el invitado, pasando cual gigante por entre las enredaderas alrededor del manzano. Su estatura era casi dos veces la de las ákanas y su cuerpo iba cubierto de ropas que solo habían visto en él. Su cabeza, desprovista de pelo alguno, llevaba fijada en la coronilla una lámina de metal que se hacía más fina a medida que se acercaba al entrecejo. Sus orejas eran estiradas en los lóbulos y su mentón recto y alargado, haciendo ver pequeña la nariz. Su piel estaba cubierta por pequeñas piedras que recordaba la apariencia de un camaleón. Por lo demás, era notorio que de todas las especies se les pareciera más a un ser humano, con sus largas extremidades y una pose recta al andar. Sus ojos, siempre serios, resultaban burlados por la picardía de sus labios. En él había una mezcla de misterio y confianza. Su vejez lo presentaba como una criatura indefensa, pero los movimientos de sus manos delataban las poderosas fuerzas que llevaba dentro.

No hacía mucho que Naina e Ígonor se hicieran amigos. Un día ella lo encontró en medio del bosque intentando curar a un ciervo. Se acercó sin pensarlo dos veces y juntos pudieron salvarle la vida. En aquel entonces él recién regresaba de una peregrinación a las lejanas tierras nevadas del Naciente, a las que había partido hacía muchos años.

Desde ese momento, Naina le buscaba hierbas especiales que solo florecían por aquel rincón del valle; mientras que él acostumbraba a visitarla con cada cambio de Luna para compartir con ella sus exóticas bayas y recoger los encargos de la visita anterior. Poco a poco la amistad fue creciendo en medio de la fascinación que sentían el uno y el otro por las historias que se podían contar.

Por su parte, las demás ákanas procuraban tomar distancia de él. Aunque era un típico ádamer de los bosques, en un principio había sido un hombre como otro cualquiera, motivo suficiente para tenerle miedo. Ellas mismas se sorprendieron por aquella extraña amistad entre Naina e Ígonor, mas luego recordaron la afición de esta por el peligro y lo nuevo.

Aquel día, todos juntos, se sentaron por primera vez a conversar al pie del manzano, disfrutando de la brisa fresca de la tarde.

—Ahora el pequeño toma la siesta —dijo Serla, ya sin miedo a hablar junto al hechicero, pero escrutándolo detalladamente de forma recelosa.

—Al parecer resultaron ciertas tus palabras de aquel día cuando te lo presenté —confesó Naina.

—Y hoy lo vuelo a confirmar: creo que no es del todo un niño humano —dijo Ígonor con su voz firme, aunque gastada por los años.

—Sería la única explicación posible… —intervino Olia—. A lo mejor está destinado a ser un ádamer…

—No comprendo cómo es que un pequeño niño pudo rendir a una de las bestias sagradas —Noria intentaba asumir los sucesos recientes con mayor prudencia, pero ninguna de ellas ocultaba el miedo que sentían.

—Esta historia es más complicada —intervino Ígonor con voz serena, hablando con fluidez la lengua de las ákanas—. Desde que lo vi por primera vez me percaté de su halo y ahora que me cuentan sobre este suceso más me convenzo de que algo debe esconder su procedencia.

—¿Qué puede ser? —se asustó la madre—. Nadie sabe qué ocurrió aquella noche… —sollozó—. Yo solo quiero que tenga un futuro de bien y que a la vez pueda crecer sabiendo de la existencia de los suyos.

—Tenerlo encerrado aquí no lo ayudará —se lamentó Serla, intentando convencerse con las propias ideas de Naina.

—Sus padres me lo entregaron para que lo cuidara, pero sabemos que contigo estará en buenas manos. Debe conocer los misterios del mundo más allá del valle. Enséñale también todo lo que puedas sobre los humanos y adviértele de sus peligros —Naina ya no pudo contener sus lágrimas. Desde entonces sus palabras salieron con el esfuerzo de cada suspiro—. Muéstrale los secretos y peligros del mundo…

—Será bueno que conozca otros lares para que se convierta en un hombre fuerte y diestro… —continuó Noria, saliendo al auxilio de su hermana.

Ígonor observaba con cuidado las prendas que Naina le trajo. Eran la única evidencia del pasado del pequeño. El objeto que más interesó al ádamer fue el collar. Lo miró con detenimiento, siempre con la prudencia de no tocarlo por la propia advertencia de la ákana, quien ya una vez se había quemado al hacerlo.  

Se trataba de un círculo metálico que encerraba un pentáculo en su interior, con uno de sus segmentos encorvado, obstruyendo el centro de la estrella, donde una vez pudo haber un diamante. Aquel emblema le resultó harto conocido. En tiempos de su juventud vio muchos dibujos como este en las estepas de las Llanuras Centrales donde vivían los hombres. Sin embargo, eso fue mucho antes de que se marchara de aquellas tierras. Así que le resultaba imposible determinar con exactitud su procedencia. Solo tenía la convicción de que las fuerzas que se pudieran encontrar en él no serían cercanas a las suyas.

—Hola, jovencito —dijo en tono jocoso el de vieja voz al verle salir del manzano.

Andrey lo miró con reservas, aún soñoliento, y corrió donde Naina para refugiarse junto a ella.

—No me quiero ir. No quiero… —sollozó de modo infantil y poco convincente. Ya había comprendido que la algarabía de por la mañana se había tratado de una despedida.

—Eso ya lo hablamos —le acarició su madre—. Dentro de un año nos volveremos a ver —y le devolvió el collar.

—Los días pasarán rápido, ya verás —le consolaban todas.

—Este ciclo junto a Ígonor te servirá para aprender todo lo que nosotras no podemos enseñarte —le dijo la madre tomándole de las manos y mirándole a los ojos—. Estoy segura de que, cuando regreses, nos podrás contar muchas historias y querrás volver a salir del valle en busca de un nuevo viaje.

—Andando, pues —dijo Ígonor sin darles tiempo a más. Se puso de pie y sacudió las migas del caleny que las ninfas le habían brindado y cayeron sobre sus ropas al comerlo.   

Andrey, resignado, miró a su alrededor para reparar una vez más en el manzano y su rincón del bosque. Dentro de él, otra vez, volvieron a pelear El Miedo y La Curiosidad. Por una parte deseaba quedarse allí; por otra, nunca imaginó una emoción que pudiera superar las intrépidas aventuras dentro del valle que había planeado para sí; de modo que emprender un viaje más allá de las montañas fue lo que le hizo dar la mano dócilmente y marchar sin resistencia.

—Cuida mucho ese collar. No lo pierdas por nada del mundo —le advirtió Naina intentando que su voz no se quebrara—. Cuídate y sé bueno. ¡Nos veremos pronto!

Por el estrecho trillo los vieron marchar y esperaron a que estuvieran lejos para desahogar los llantos y gritos que las quemaban por dentro. Ninguna de ellas había conocido antes la dicha que aquel bebé trajo en una noche de tormenta. Poco les importó que se tratara de un humano, todo lo contrario, su naturaleza les hizo sentir más amor por él. Ahora se marchaba tan rápido como había llegado. Sabían que dilatarlo traería más problemas. Solo pudieron consolarse con el hecho de que lo tendrían de vuelta al final de cada ciclo de su enseñanza.

5.

El Valle de las Montañas Picudas bien que podía confundirse con una impenetrable jungla. Solo para aquellos que lo conocían era fácil distinguir la red de senderos por la cual se podía ir de un extremo a otro de sus lindes y las líneas que separaban los territorios destinados a sus distintos habitantes.

—¿Hacia dónde iremos? —preguntó Andrey con inquietud.

—Rumbo al norte —le dijo en una lengua desconocida para el pequeño.

—¿Adónde?

—Así se llaman las tierras adonde miran los ojos cuando tu mano izquierda indica el Poniente y la derecha el Naciente —respondió el nuevo mentor en el idioma de las ákanas.

—¿Allí viven los seres humanos? —preguntó con lentas palabras.

—No —dijo a secas el maestro—. Antes de conocer a los humanos he de enseñarte primero muchas cosas. Así se lo prometí a Naina.

Para el ocaso ya habían conseguido llegar muy cerca de una de las laderas de las montañas del valle. Con la llegada de la noche, al cobijo de un árbol, pudieron descansar.

—¡No lo haré! —protestaba Andrey.

—¿Y qué comerás? —se asombró el maestro.

—¡Frutas, como siempre lo he hecho!

—Así no sobrevivirás. La carne es importante para los hombres. No eres un ákana.

—¡No me voy a comer una criatura muerta! ¡Eres muy cruel! —gritaba fuera de sí.

—Llegará el momento en que lo hagas —refunfuñó el mentor—. Ahora ven, te enseñaré a prender el fuego —dijo Ígonor al mirarle con los ojos llenos de luz, tal y como sucede en los felinos. Solo su traviesa sonrisa le decía que aquel no era un rostro del que se pudiera sentir miedo.

Andrey, quien tenía la sensación de verlo diferente cada vez que lo miraba, guardó silencio y obedeció, trayendo la leña que antes había recolectado.

—¿Te gustan las estrellas? —le preguntó el ádamer sentado junto a la hoguera.

—Sí, siento como si me hablaran… —respondió el chico acostado sobre la hierba, sin dejar de mirar al cielo, intentando ver y descubrir lo que había en aquel lejano mundo.

—Humm, qué delicioso huele esta carne. Era una liebre joven, muy jugosa —se regocijó el maestro.

Andrey no vaciló. Su mirada bajó de las estrellas y se posó sobre las llamas que lentamente se quemaban en la hoguera. Aquella luz, para el chico, seguía siendo algo nuevo. «Magia de humanos», le dijeron una vez sus amigos elfos al prender a escondidas para él un amasijo de hojas secas. Nunca pudo acostumbrarse a su calor, pues las ákanas no eran de cocinar sus alimentos, y solo alumbran sus noches con las luces que le procuran sus amigas las luciérnagas.

—Ahora entiendo por qué todos temen la magia de los hombres —dijo con apenas un susurro, como si hablara solo para él.

—Yo no lo llamaría magia —respondió el maestro mientras chupaba ruidosamente el hueso ya sin carne.

—¿Están los hombres malditos? ¿Por qué deben comer carne?

—Si están malditos, de seguro que comer carne no es su castigo —dijo el ádamer con una perezosa carcajada—. Forma parte de ellos, como mismo sucede con otras criaturas. La Naturaleza quiso que así fuera.

Andrey se preguntó qué otras cosas malas había creado la naturaleza y si era preciso cambiarlas o simplemente resignarse. Sin embargo, esas preguntas le resultaron muy pesadas como para sostenerlas en sus tiernas manos. Al final se sintió muy agotado y terminó por dormirse profundamente.

6.

El centro del valle fue el último en enterarse, y cuando sus habitantes lo advirtieron ya era demasiado tarde. De una forma sorprendente, un grupo de hombres supo ingeniárselas para llegar hasta allí sin levantar la menor de las sospechas. Eran jóvenes guerreros que acumulaban varias semanas de recorrido, sin que ello mellara sus fuerzas y motivación. Los conducía la noble misión de rescatar a una inocente criatura de manos perversas y salvajes.  

En su mayoría iban a pie, dirigidos por algunos jinetes a caballo. En casa les habían dado instrucciones precisas de cómo proceder y a cambio les prometieron una generosa recompensa.

Naina recibió el mensaje de boca de una paloma. Habían transcurrido apenas dos días desde la partida de Andrey y nunca se sintió más aliviada de no tenerle allí. Con un grito muy agudo llamó a sus hermanas y minutos después le cortaron el paso a los intrusos.

—Razón tuvo nuestro señor en todas sus palabras —dijo uno de los jinetes conteniendo su caballo. De entre los arbustos habían salido unas extrañas criaturas que jamás habían visto.

Al principio les parecieron pequeñas niñas, hermosas e indefensas, vestidas con hojas y flores. Sin embargo, con cada paso que daban hacia ellos, las vieron crecer y transformarse en seres que no dudarían en despedazarlos de la forma más despiadada. Los ojos les brillaban y sus bocas se abrían enseñando filosos colmillos. Sus cuerpos, desnudos ahora, parecían un amasijo de ramas retorcidas vestidas torpemente con piel humana.

¿A ké han venito a nosso bojke? —preguntó Serla en un intento por hablar la única lengua humana que conocía.

Las ákanas acorralaron a los hombres a ambos lados del camino. Ellos, intimidados, se apiñaron temblorosos.

—Venimos en busca de un niño —dijo el líder de la comitiva.

No sapemos dd ké haplas —contestó Mira—. Lo úniko ke sapemos es ke no gustamos de los jumanos.

—¡Sí que saben de lo que hablamos! —gritó furioso el jinete, intentando no perder el aliento—. Sabemos que fueron ustedes quienes lo robaron. ¿Qué han hecho con él? ¿Dónde está?

Las ákanas emitieron un fuerte chillido que aturdió a los humanos y espantó a todas las aves de los alrededores. Sus largas cabelleras comenzaron a danzar sobre sus cabezas y sus brazos se alargaron con afiladas espinas en sus dedos.

Varios caballos tumbaron a sus jinetes y salieron corriendo a la desbandada. Naina y Olia atraparon con sus pelos a los hombres que habían caído al suelo y los lanzaron por encima de las ramas de los árboles más cercanos. A su vez, sus hermanas se apresuraron a capturar a quienes iban a pie, deteniendo sus pasos en el acto, cuando les clavaron sus largas pezuñas en el cuello o la espalda.

En menos de un minuto murió la mayoría del grupo. Solo quienes lograron mantenerse sobre sus caballos lograron escapar a toda prisa.

¿Kién los ha enviato? —preguntó Naina sosteniendo a uno de los guerreros contra el tronco de un árbol.

—Devuelvan al pequeño —dijo el joven haciendo un esfuerzo por no ahogarse con la sangre que salía de su boca.

¿Kómo han sabito dd él? —le gritó eufórica la ákana—. ¿Kiénes son sus patres? ¿Seguro ke es jumano?

Pero el joven guerrero no pudo responderle. Ella lanzó el cuerpo inerte sobre los arbustos y pidió a las aves carroñeras que lo devoraran.

—¡Hermanas! —grito Mira—. ¡Los demás han ido en dirección norte!

—¡Nooo! —exclamaron las ákanas llenas de furia y el valle entero se estremeció.

7.

Los bosques más allá de las montañas eran vastos y de altos árboles. Estos nuevos parajes le demostraron a Andrey que aquella aventura en la que lo habían embarcado podría prometer mucho. Sus ojos, movidos siempre por La Curiosidad, reparaban en cada detalle como si se tratara de un mundo distinto, cosa esta incierta, pues la flora y la fauna apenas se diferenciaban.

Sin embargo, su mente infantil se sorprendía ante todo lo nuevo que el maestro le enseñaba. Si antes le satisfacía el ocio en el pequeño rincón del valle donde vivía, ahora era el espíritu del viajero lo que desataba en su interior emociones nuevas.

—Tienes buen ritmo, jovencito.

—Quiero llegar rápido a ese lugar del que tanto hablas. Debe ser muy interesante.

—Y lo es. Mañana a primera hora estaremos allí —le dijo en la lengua de las criaturas del valle.

En momentos como este Andrey deseaba que su mentor anduviera más a prisa, y no con aquellos pasos de viejo cansado. Ígonor se presentaba ante su juventud como una criatura de mil años, como un extraño ser de otro mundo. Su porte, encorvado y desgastado, parecía soportar el peso de una vida que otrora fuera agitada y traumática. No obstante, siempre llevaba en su rostro una sonrisa que contrastaba con todo lo anterior. Del mismo modo, sus ojos no se esmeraban mucho en esconder un brillo que nada tenía que ver con el de un anciano. Y fue justamente todo este misterio lo que más amó Andrey y lo hizo próximo al nuevo mentor.

Juntos atravesaron un campo de bayas y luego un bosque de pinos. Para el comienzo del ocaso ya habían llegado a la cima de un pequeño acantilado desde donde se podía observar un río.

«Es hora», le advirtió Ígonor. Andrey se deshizo de sus zapatos de paja trenzada y del morral que llevaba a cuestas. Extendió sus manos al Sol y recitó los versos en un raro idioma que el maestro insistía en enseñarle: «Oh, tú, padrecito, que con tu luz conservas la vida. Gracias por tu acogedor calor. Llega hasta mis manos y aumenta mis energías».

—Buena perdiz la que has cazado —agradeció Ígonor en esta misma lengua—. Pruébala, está deliciosa.

—Estas frutas están mejor —respondió el chico en su lengua natal, molesto por demás, ante tantas palabras desconocidas que debía memorizar.

—¿Piensas en Naina y tus tías? —le preguntó ahora en la lengua de las ákanas.

—Sí, las extraño mucho —se inquietaba, confundiendo y mezclando frases entre el habla de las criaturas del valle y la del maestro.

—Estarán bien —lo consolaba el de arrugadas manos.

Juntos disfrutaban la compañía del fuego de la hoguera, sin saber que a poca distancia de allí, a un par de virstas al oeste, un grupo de jinetes humanos les seguían el rastro, habiendo encontrado el sendero por el cual dejaran el valle días atrás.

—Esta noche es muy tranquila, ¿verdad? —comentó Andrey, ya en busca del sueño.

—Sí —contestó Ígonor insatisfecho.

—Creo que…

—¡Calla!

Ígonor se incorporó rápidamente al advertir un ruido y tomó del suelo un palo. Con sus ojos felinos miró en todas las direcciones, pero no consiguió ver a nadie.

—¿Qué sucede? —se inquietó Andrey e imitó al maestro.

—Shshsh…

—No hay nadie.

Ígonor soltó el palo y se hizo de un puñal. Sintió que los árboles se comportaban de forma extraña.

—Algo se mueve entre las ramas —dijo asustado Andrey.

—Shshsh

—¡Cuidado!

Ígonor chasqueó el puñal sobre una roca y la pequeña chispa se hizo grande entre sus manos, iluminando la noche de escasas luces. Para alivio suyo resultó ser lo que no temía.

—Guarda tus fuerzas, ádamer, las ákanas me han enviado.

—¿Hojas de viento? —se extrañó Andrey.

—¿Qué sucede? —dijo al cerrar sus manos y extinguir la llama que flotó ante él.

—Deben cambiar el rumbo. Hombres de las Llanuras Centrales los persiguen.

Cientos de hojas, adoptando todas juntas la forma de un gran pájaro, silbaban reproduciendo el mensaje.

—¿Qué significa, maestro?

—Gracias espíritu del bosque, te recompenso con la libertad.

Y al acto se dispersaron todas las hojas.

—Recoge tus cosas. Partiremos de inmediato.

—Pero es de noche. ¿Hacia dónde iremos?

—Al este. ¡A toda prisa!

—¿Y la cascada?

—En otra ocasión será —le respondió agitado.

Andrey pudo sentir la voz de Ígonor más enérgica, resoluta. Sus movimientos eran menos perezosos y esto lo asustó. Protegidos por la oscuridad de la noche ambas criaturas marcharon con pasos escurridizos, saliendo de la ruta de los Altos Árboles e introduciéndose en un sendero adonde la luz de la Luna ni siquiera llegaba.

—¿Qué quiso decir ese numen? —sollozaba el pequeño.

—Tenemos que buscar refugio.

—¿Por qué? ¿Quién quiere hacernos daño?

—No lo sé —exclamó—. Tenemos que confiar en lo que nos dicen las ákanas. Aquella respuesta enmudeció a Andrey y miró desesperado a su alrededor. Quiso encontrar una luz en medio de tanta oscuridad, pero solo pudo distinguir el resplandor de los ojos felinos de Ígonor.

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