La generosa piedra ladrona

Capítulo 1 del libro Kalé y el misterio del agua

Al descender la colina, Ogu y Kalé recibieron un baño de brisa fresca. En un día sin nubes, la calurosa luz del sol de cristal podía ser muy sofocante. Afortunadamente para ellos, en las cercanías encontraron un riachuelo y un bosquecillo de flores junto a la orilla. Luego de un chapuzón se tendieron sobre la suave hierba a descansar y contemplar el cielo.

Habían transcurrido ya varios meses desde que el chico se despidiera de su familia para ir a recorrer el mundo. Quería aprender todo cuanto fuera posible, les dijo. Sin embargo, además de visitar jardines y bosques nuevos, Kalé tuvo la necesidad de estar alejado de todos. Quería contemplar la naturaleza y dialogar en silencio con ella.

Casi dos años atrás, el mundo del tinajón había sido sacudido por grandes cataclismos. Antes, sus pacíficos habitantes no habían conocido males mayores a fuertes lluvias o la aparición del algún que otro insecto desconocido proveniente de las Tierras Prohibidas. No obstante, en aquella ocasión, los terremotos, el crudo invierno y la tormenta de arena les hicieron pensar en un final cruel.

Hasta esos fatídicos días, cuando no pocos perecieron, los antikis disfrutaban de una vida feliz y despreocupada al cobijo de su mágico sol diamantino. Pasadas estas desgracias, ellos intentaron recuperar su paz, pero muchos descubrieron que ya nada sería igual. Todos se volvieron más cautelosos que de costumbre y comenzaron a mirar sus vidas con ojos entristecidos e inquietos.

Y cuando esa nostalgia comenzó a sentirse en el jardín de helechos donde Kalé vivía con su familia, el chico supo que había llegado la hora de partir. Por aquel entonces pensó que explorar intrincados parajes le ayudaría a olvidar todas las penas y miedos que había experimentado su joven corazón durante los últimos meses.

Así, en compañía de Ogu, su ya inseparable amiga salamandra, recorrió zonas inhóspitas de Los Laterales, donde solo podía encontrar insectos y plantas exóticas.

—Mira, Ogu, aquella nube se parece a ti —dijo el chico apuntando al firmamento. Hacía unos minutos que el despejado cielo comenzaba a encapotarse con nubes que anunciaban la llegada de los rocíos en un par de horas.

El animal alzó su cabeza y lo miró con asombro.

—Sí, sí, Ogu, se parece mucho a ti —y volvió a señalar la nube gris azulada que viajaba lentamente sobre ellos.

—¿Acaso pretendes que ella te responda? —escuchó decir a una voz que llegaba.

Kalé se sentó sobre la hierba y pasó la mano sobre Ogu para que se tranquilizara.

—Nunca había visto a un antiki tan amigo de una salamandra —dijo una señora de unos cuarenta años de edad. Ella había salido de entre los arbustos con una cesta llena de frutas.

—Yo sé que ella me comprende —sonrió Kalé poniéndose de pie—. Pensaba que por estos jardines no habitaba antiki alguno.

—Es una zona bastante solitaria, no lo puedo negar —dijo ella con una brillante y extensa sonrisa—. Mi nombre es Asa.

—Yo soy Kalé.

—No eres de por aquí, ¿verdad? —ella miró recelosa a su alrededor como buscando a otros desconocidos.

—Vengo de lejos. Voy de camino a casa de unos parientes —le respondió.

—¿Qué clase de parientes son esos si viven tan lejos? —preguntó ella asombrada.

—Son parientes casi desconocidos. Es una larga historia —mintió otra vez.

—Pues me gustaría escucharla completa —sonrió Asa de forma picaresca—. Te invito a mi casa. Está muy cerca de aquí. Puedo darte de comer, luces muy delgado.

—En realidad soy un trotamundos —confesó al fin.

—Por tu pinta me lo imaginaba —sonrió ella sin señal alguna de haberse ofendido por su mentira—. Será entonces el doble de interesante poderte escuchar. Mi esposo y yo hace mucho que no conversamos con forasteros y estamos algo aburridos de las mismas historias de siempre de nuestros vecinos.

Kalé miró a Ogu como si pidiera su aprobación y luego le respondió a Asa afirmativamente. La señora, que llevaba el pelo corto y vestía anchos ropajes, colocó la cesta sobre su cabeza y se puso en camino por un estrecho sendero que los llevaba hacia el bosque. Ella era de cuerpo robusto y cara redondeada, cosa esta inusual entre los antikis, quienes solían ser de figura delgada. Llevaba con ligereza la pesada carga y parecía flotar con cada paso que daba, caminando con la soltura de quien baila entre la hierba.

Los árboles de por allí eran todos frutales, pero el chico se dio cuenta de que ya en ellos solo quedaban hojas. Más allá del bosquecillo se abrió una pequeña huerta, en cuyo centro se alzaba una alta casa de madera y barro pintada toda de verde con sus ventanas de blanco.

—Mi esposo llegará dentro de poco —dijo Asa poniendo la cesta de frutas junto a la puerta—. Luego cenaremos y escucharemos tus aventuras. Siéntete cómodo.

La casa era mucho más estrecha que la de sus padres, pero la superaba en altura. Contaba con tres niveles y en cada uno había un máximo de dos habitaciones. Una alta y estrecha escalera blanca se alzaba en medio del pasillo, era lo primero que se veía al entrar.

A la izquierda del primer piso Kalé vio una pequeña cocina y a la derecha un salón comedor, en cuyo centro había una hermosa mesa de madera. En el segundo piso estaban los dormitorios y en el tercero el chico descubrió una maravilla.

—Aquí paso la mayor parte de mi tiempo —sonrió Asa abriendo las cortinas que servían de puerta.

Kalé quedó deslumbrado por muchos objetos que no tenía la menor idea para qué se utilizaban, pero que resultaban hermosos e intrigantes a la vez. Asa tomó uno de ellos, hecho de una calabaza partida en dos y finas cuerdas que le parecieron los bigotes de algún escarabajo. Ella lo acomodó entre sus brazos y comenzó a danzar sus dedos sobre las cuerdas, lo que produjo un sonido dulce que sacó al chico un suspiro.

—¿Qué clase de maravilla es esta? —preguntó con los ojos a punto de estallar.

—Se llama ítara —le dijo ella con su habitual sonrisa—. Es un instrumento de melodías, como estos otros de aquí.

Kalé se fijó detalladamente en los objetos y se preguntó de inmediato qué sonidos producían.

—Cada uno de ellos canta de una forma diferente —se anticipó a explicarle ella—. Algunos los hizo mi abuela, otros mi mamá y este lo inventé yo —le dijo acariciando la ítara.

Como si fuera poco, Kalé alzó la mirada y descubrió en las paredes hermosos dibujos de muchos colores. Por un momento le recordaron la obra de su amiga Tai, la hacedora de esculturas, pero estos parecían tener vida propia.

—¿Los has hecho tú? —preguntó.

—Sí, aquí paso buena parte de mis días —le respondió con un suspiro de satisfacción.

—¿También los vendes en el mercado?

—¿En el qué? —preguntó ella—. Yo canto y dibujo para mí y para mis vecinos. Bueno, solo cuando ellos están de humor. Lo hago por placer. Me hace feliz, le da sentido a todo.

—Siento lo mismo cuando exploro lugares nuevo —dijo el chico—. Cuando descubro algún paisaje hermoso, me siento a contemplarlo con el mismo entusiasmo que provocan tus pinturas —y sus ojos brillaron.

—¡Ya sabía yo que eras uno de los nuestros! ¡Somos más parecidos de lo que imaginas! —respondió emocionada Asa y le dio un maternal beso en la frente. Ella cruzó el estrecho pasillo y abrió la puerta del ala derecha—. Este es el taller de mi esposo Ter.

Kalé se adentró en la pequeña habitación, mucho más sencilla y sin tantos colores, pero igual de curiosa.

—A él le gusta trabajar la madera. Hace figuras hermosas.

—¿Qué es? —preguntó el chico tomando uno de los objetos en su mano.

—Lo hizo para que nuestros hijos jugaran, pero nunca tuvimos uno —dijo ella con marcada pena y por un momento se apagó la luz de su rostro—. Ahora se dedica a jugar con ellos él mismo en sus ratos libres y regala algunos a los vecinos.

—Asa salasa —se escuchó una voz alegre que llegaba desde el jardín.

Asa se asomó por el pequeño balcón de la ventana y sacudió su mano con aspaviento. Ter le lanzó un beso y caminó a prisa por el sendero que atravesaba el huerto hasta la entrada.

—¡¿Pero qué calabaz…?! —gritó este al toparse de imprevisto con una enojada Ogu que le salió al paso. Ter corrió por el huerto hasta trepar por el tronco de un guayabo.

—¡Ogu! ¡Déjalo en paz! —gritó Kalé.

—¿Alguien puede decirme qué sucede aquí? —exclamó todo tembloroso Ter, todavía colgando de una rama.

Asa comenzó a reírse estrepitosamente y Kalé, apenado, bajó corriendo las escaleras para calmar a la salamandra.

—Ter tereter, ¿desde cuándo te dan miedo las salamandras, en especial una tan bonita como esta? —dijo Asa al llegar hasta ellos.

Ter, aún tembloroso, hacía un esfuerzo por recuperar su sonrisa habitual. A cada rato miraba a Ogu, ahora acostada a los pies de Kalé, intentando convencerse de que no era peligrosa.

Él tendría la misma edad de Asa, al menos según le pareció al invitado. Su pelo también lo llevaba corto, pero muy espeso y de rizos. Su nariz era chata y las mejillas muy pronunciadas. A diferencia de ella, él era más delgado y algo perezoso en sus movimientos. Juntos, Asa y Ter formaban una pareja feliz, llenando con sus risas el silencio de aquel solitario jardín donde vivían.

La algarabía de este primer encuentro fue interrumpida por la llegada súbita del rocío. Todos corrieron a la casa y cerraron puertas y ventanas. Dentro quedaron a oscuras, hasta que Asa trajo consigo una hermosa piedra que brillaba tenuemente, iluminando sus rostros. Kalé nunca había visto algo como aquello.

—La llamamos “la generosa piedra ladrona” —le explicó Ter—. Durante el día ella se roba la luz del sol y luego la devuelve toda cuando llega la oscuridad.

—En casa no solíamos estar mucho tiempo despiertos tras la llegada del rocío —dijo Kalé—. Solo nos iluminábamos un rato con ayuda de las luciérnagas si era necesario.

—¡Pues aquí cantamos y bailamos mientras dure su luz! —exclamó Ter y Asa lo apoyó dando una pirueta sobre sus pies.

—¿De dónde vienes, hijo? —preguntó Ter mientras servía la mesa.

—Soy también de Los Laterales, pero a mucha distancia de aquí.

—¿Te perdiste en tu viaje de iniciación a las tierras de El Fondo?

—Ese viaje ya lo hice hace casi dos años —respondió y de pronto lamentó haberlo hecho.

—¿Hace casi dos años? —se asombró Asa—. ¿Estuviste allá durante los cataclismos?

—Sí, fue terrible… —respondió resignado, con pocas ganas de hablar del tema.

Ter lo miró de un modo distinto, más serio, como si tuviera delante a un adulto.

—…Luego volví a casa y al poco tiempo comencé mis viajes. Allá mi familia… —dijo Kalé intentando, sin éxito, iniciar una nueva conversación.

—¿Qué viste allá en El Fondo? ¿Todo fue tan aterrador como acá arriba en Los Laterales? Muchos dicen que fue incluso peor —lo interrumpió Asa, dejando a un lado las verduras que comía.

—¿Qué les han contado? —preguntó Kalé.

—Que las casas de piedras caían sobre la gente, que los peregrinos corrieron en estampida los unos sobre los otros… —dijo Ter—. Hace poco fui a una de las villas más cercanas y escuché algunos comentarios, pero no sabemos qué creer o no. A este rincón apartado donde vivimos nunca llegan las noticias.

—Hace un mes, nuestro vecino Lato marchó a El Fondo para acompañar a su hijo mayor en su viaje hasta la Llama Eterna —dijo Asa—. Esperamos escuchar de él información fresca.

—¿El padre acompañó a su hijo? —preguntó el chico pensando en su propio viaje—. ¿No se supone que lo haga en compañía de otro chico de su edad, o solo, en el peor de lo casos?

—Corren tiempos inciertos, querido Kalé —replicó Asa con un largo suspiro—. Al principio, sus padres ni siquiera querían dejarlo ir. De hecho, pospusieron su viaje un año. Al final la condición fue que su padre lo acompañaría. Aun así, su madre quedó muy angustiada. Ojalá y nos cuenten que en realidad allá todo volvió a ser como antes y no como dicen las malas lenguas.

—Sus hijos menores me han dicho que pronto debe llegar —le dijo Ter.

—Llevamos mucho tiempo esperándolos —suspiró Asa—. Pero dinos tú, que estuviste allí, cómo ocurrió todo.

Kalé les narró brevemente el terremoto que casi destruyó toda la capital y la forma en que los antikis corrieron de un lado a otro mientras veían caer el sol de cristal. Sin embargo, no dijo ni una palabra de su encuentro con el

Guardián ni de su salida al mundo exterior, mucho menos de cómo se llevó la Llama Eterna del templo sobre la pirámide escalonada.

—Todo eso ya lo sabemos —le replicó Ter—. Lo que más nos intriga es la aparición del Guardián. ¿Es cierto que nuestro mundo es apenas un tinajón escondido en una cueva? ¿Cómo es posible que los sabios nos engañaran todo este tiempo?

—Ellos tampoco lo sabían —dijo Kalé.

—¿Entonces de sabios qué tienen? ¿Cómo es que podemos confiar en ellos si ni siquiera sabían sobre el mundo en que vivimos? —replicó Ter visiblemente enojado.

—Dicen que él es un dios que nos cuida, pero que nuestro mundo es tan frágil que puede romperse en cualquier momento —dijo Asa, ya sin su sonrisa de siempre.

—No hay nada de qué preocuparse. Nuestro mundo ha vivido en paz durante miles de años. Nada va a cambiar por un par de terremotos —les dijo, intentando convencerse de sus propias palabras.

—Dicen que fue un antiki de la Primera Ciudad quien robó la Llama Eterna y se fue volando sobre un monstruo proveniente de las Tierras Prohibidas. Solo el Guardián pudo traerla de vuelta a salvo —continuó Ter—. Dicen también que el gobierno de los sabios está en peligro y que ahora dictan nuevas leyes porque tienen miedo a las verdades dichas por el Guardián. Ya pocos confían en ellos. Son criaturas inútiles que no fueron capaces de defender la Llama Eterna de un simple ladrón y tuvo que intervenir el mismísimo Guardián para restablecer el orden del mundo.

Kalé quedó mudo ante estas peligrosas versiones de una historia mucho más complicada. El solo hecho de pensar que otros lo consideraban un ladrón lo hizo sentirse débil y confundido. ¿Cómo era posible que se dijeran tantas mentiras? ¿Acaso no fueron suficientes las palabras del Guardián al devolver la Llama? ¿Qué fue lo que les dijo exactamente a todos aquel día?

—Nuestros vecinos llegarán pronto —dijo Ter sacando al invitado de sus pensamientos—. Sería bueno que también te encontraras con ellos. Nos reuniremos todos y escucharemos las noticias que nos traerán. A lo mejor y se sabe algo del ladrón.

El chico miró a Ogu, echada en un rincón del salón. Ella le devolvió la mirada y se escondió tras su cola como si tuviera miedo. Él intentó mantener la calma ante sus nuevos amigos y comer tranquilo la ensalada que le habían servido. Después de aquellas palabras, los tres guardaron un largo silencio y se fueron a dormir cuando la luz de la piedra ladrona se agotó.

Andrey Viarens

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