Capítulo 2 de Kalé y el mundo del tinajón

Las casas de los antikis solían estar un tanto alejadas las unas de las otras y entre estas se podían encontrar extensos jardines con todo tipo de plantas. Entre el hogar de los abuelos Eo y Ona y la casa de Kalé, mediaba un gran jardín de helechos, tal vez la planta más común y amada por todos.

Desde que era muy pequeño, a Kalé le gustaba jugar y correr entre las plantas. Cuando su pequeña hermanita pudo salir de casa por primera vez para jugar con él, fue aquí donde le enseñó el juego de las escondidas.

Ambos solían visitar con frecuencia a sus abuelos. Por las mañanas iban donde Eo y Ona, sus abuelos paternos, y por las tardes, donde Ika y Anko, sus abuelos maternos. El día que faltaban, estos se ponían tristes y se preocupaban mucho por sus queridos nietos.

—Kalé, ¿cuántos helechos hay en el jardín? —preguntó la pequeña Rida a su hermano, ya todo un adolescente.

—Ochocientos noventa y cinco —dijo de inmediato.

—¿¡Tantos!? ¿Los has contado tú mismo? —y se le quedó mirando con sus grandes ojos.

—La abuela Ika me enseñó a contar cuando yo tenía tu edad. Así que un día, cuando iba de camino a ver a Eo y Ona, los conté todos. En el jardín de abuela Ika y abuelo Anko hay cien crotos y quinientas vides.

Los dos hermanos se paseaban entre los helechos. Algunos eran pequeñísimos, mientras que otros les proveían sombra con sus grandes hojas.

—Vamos, no te detengas —le pidió Kalé, al verla entretenida jugando con un escarabajo.

—Dice que puedo montarlo —y le sonrió con sus ojos pardos y sus dientes blanquísimos.

—¿Desde cuándo hablas con los escarabajos? —Kalé se acercó y observó los modorros movimientos de aquel enorme habitante de los jardines.

—El abuelo Anko me enseñó.

—¿Sí? Pues yo no sabía que él mismo pudiera hacerlo.

El escarabajo, todo negro y de grandes cuernos, le llegaba a la cintura a la pequeña. Sus ojos verdes transmitían la nobleza de los de su especie y sus cortos pasos lo hacían lento y aburrido. Muy pocas veces se les veía volar y cuando lo hacían era porque todos juntos se mudaban de jardín.

—Vamos, Rida, la abuela Ona nos espera.

La pequeña se quitó la corona de flores que llevaba en la cabeza y se la dejó al escarabajo en los cuernos justo antes de que este desapareciera entre los helechos.

Del otro lado del jardín, a la sombra de grandes hojas de arecas y paltas, se alzaba la casa de los abuelos paternos. Esta, como casi la de todos los antikis de por allí, estaba hecha a partir de una mezcla de barro y hojas secas. Su forma era irregular y constaba de dos niveles. En el primer piso había un gran salón circular y del otro lado del corredor estaba la cocina. Escaleras arriba tenían un par de pequeñas habitaciones que usaban como despensa o dormitorio para invitados.

Cuando Kalé y su hermanita cruzaron el arco de la puerta de madera verde se encontraron, como de costumbre, a la abuela sentada sobre una de las camas al otro extremo del salón. Allí dentro también había helechos, crotos y muchas otras plantas que servían para embellecerlo todo.

La abuela Ona tejía largas hojas de palmas enanas para hacer cestas y estuches. Ese era su pasatiempo favorito.

—¿Dónde está Eo? —preguntó de inmediato Kalé.

—Pronto llegará de los cultivos —dijo ella y recibió en sus brazos a la alegre Rida que la colmó de besos.

Kalé salió al patio y se subió a uno de los árboles. Vio que ya se acercaba el abuelo por el camino que daba a los cultivos y salió corriendo para ayudarlo con sus grandes bultos repletos de frutas y hortalizas.

—Hola, mi muchacho —dijo el abuelo. Kalé tomó todos los sacos y se los echó al hombro. De reojo lo miró y lo encontró sonriente, pero visiblemente agotado. Su mamá le decía que era uno de los más viejos entre los antikis de los alrededores.

Hacía mucho que Kalé no podía acompañarle a los cultivos lejanos, donde a Eo le gustaba trabajar. Ya el chico había crecido y tenía sus propias responsabilidades en casa junto a sus padres.

Ver venir a su abuelo cada tarde le causaba nostalgia y admiración. Pese a sus años, Eo lucía fuerte y robusto. Cada vez que le preguntaban decía que todo era gracias al trabajo en los cultivos, la comida sana y la siesta de los mediodías.

Kalé siempre quiso ser como él. Con frecuencia se sentaba a sus pies para escuchar las historias que narraba. Tenía una memoria que cualquiera de los sabios de El Fondo podría envidiar.

Cuando la abuela Ona lo vio venir, todo cansado y sudado, quiso reprocharle, pero al final solo guardó silencio y le dijo que el baño ya estaba listo. Ella preparó la mesa para que los cuatro comieran. Lucía más seria que de costumbre.

La pequeña Rida no se percató de nada de esto, pero Kalé supo que ya su abuelo estaba demasiado viejo y que pronto dejaría de ir a los cultivos.

Andrey Viarens

Segundo capítulo del libro Kalé y el mundo del tinajón.

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