Vivir en Rusia: literatura hecha vida

Les voy a ser sincero. Antes de llegar a Rusia ya sabía tanto de este país que cuando comencé a vivir en él me sentí como en casa. En mi tierra natal me había puesto al día por mi propia cuenta y con frecuencia me relacionaba con emigrados rusos. Sin embargo, eso no implicó que los desafíos fueran menos.

Desde un inicio intenté que mis observaciones y mi propia experiencia de vida aquí tuvieran un doble carácter: por una parte, dejarme llevar por una inocencia pícara de quien quiere experimentarlo todo como si fuera la primera vez, y por la otra, con un espíritu de antropólogo que vio en esta, la oportunidad de su vida. Claro, mi experimento solo complicó más las cosas. A día de hoy no sé si para bien o para mal.

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El punto es que pude hacer de todo un poco. En algunos casos mucho de cada poco, y en otros, poco de varios muchos. Dentro de lo mucho de algunos pocos fue adentrarme en la experiencia lingüística que implica comunicarse en idioma ruso. Para mi suerte al llegar aquí ya lo hablaba con cierta fluidez, pero me di cuenta de que era solo el comienzo de un largo e interminable camino.

De los pocos en los tantos muchos, podría ponerles el ejemplo de mi intento frustrado por tratar de recorrer este país, el más grande del mundo. No importa cuánto haya viajado (créanme que mucho), siempre habrá toda una república o región que me falte por descubrir.

Si me preguntan por lo más bello, lo primero que les diré: la naturaleza y su clima. Aquí cada estación está bien delimitada y en cada una de ellas el panorama se transforma de manera radical. Experimentar esos cambios te arrastra a un ciclo virtuoso que te deslumbra y te invita a querer más.

Si me preguntan por lo más difícil, les diré que su gente. Tanto los rusos como los demás grupos étnicos que conforman esta enorme nación de naciones son seres muy especiales y del todo diferentes a como estamos acostumbrados a vernos en el mundo occidental. Ellos son algo a mitad de camino entre dos civilizaciones y la forma en que ven la vida hace que nos perdamos con facilidad al convivir con ellos.

Muchos amigos que llegaron desde rincones lejanos como yo me hablan de lo duro que ha sido para ellos vivir la mitad del año bajo nieve, del silencio en los autobuses, de los rostros serios por las calles, de los muchos “prohibido” y “no se hace”, así como la excesiva racionalidad en cada pensamiento y acción.

Otros me hablan de esos contrastes incomprensibles entre la educación y cultura desbordante por doquier y la vida que no parece amarse a sí misma. O de la dedicación con que trabajan y la ruina a la que aspiran. Varios advierten que detrás de tanto frío hay en realidad mucha pasión, pero algo impide que se liberen y culpan con ello hasta al inocente clima.

Yo, no hay día que pase sin que comprenda algo nuevo. El antropólogo y el viajero se ponen de acuerdo y ambos gozan con el desafío de cada momento, de cada palabra y de cada pensamiento. Tal vez son muy pocas las publicaciones en mi blog sobre esta experiencia de vida, tal vez la profunda de todas.

Para corregir esas ausencias he hecho público este video. Dentro de todo lo que puedo hablarles me interesa comenzar por la literatura, pero no por la simple literatura, sino por la literatura hecha vida.

Nací y crecí rodeado de libros provenientes de la entonces Unión Soviética. En cada escuela, biblioteca o casa de Cuba abundan, todavía hoy, libros impresos por las editoriales Progreso, Mir, Ráduga y otras tantas.

Crecí con el privilegio de tener a mi disposición excelentes traducciones al español de los clásicos de la literatura rusa, ucraniana, bielorrusa, kazaja y otras tantas de aquel antiguo país.

Recuerdo que de pequeño mi libro favorito era “Cuentos rusos”, un grueso volumen a lomo cosido y papel de primera calidad. Sus ilustraciones y su narrativa influyeron en mí de forma especial. Aprendí a amar la literatura entre aquellas páginas.

Por mis manos pasaron Pushkin y Lermontov, Tolstoy, Dostoievsky, Lenin, Chéjov y Zhukov: literatura clásica, romántica, psicológica, política, histórica y de todas las pasiones humanas.

Pero los leía sin vanagloriarme de ello. Los leía y los incorporaba a mi ser, a veces con el egoísmo de no confesarlo. Así crecí, y como todo proceso de crecimiento, ese ejercicio fue doloroso y disfrutable, triste y alegre.

Así fue como conocí a la patria rusa. Así fue como conocí lo que muchos dan en llamar “el alma rusa”. Pero ese proceso de lectura no estuvo completo hasta que llegué aquí.

Estos años viviendo en Rusia me han permitido comprender mejor aquellas páginas que, sin dudas, tendré que volver a releer. Tuve el privilegio de estar en el aula donde estudiaron Lev Tolstoi y Vladimir Ilich Lenin, de ser estudiante de su misma universidad. Puedo pasearme por las mismas calles en que hace mucho tiempo pasearan Pushkin y Lermontov. Ver donde trabajaron Gorki y Anna Ajmátova…

Pero el mayor de los retos es hablar y comprender a su gente: esa es la obra viva que intentaron legarnos estos clásicos de la literatura universal.

Hoy, aquí, siento que mi alma de escritor me da las gracias. Saltar al interior de un libro (la gran novela que es Rusia) es la mejor dicha para las propias historias que cuento y he de contar.

Andrey Viarens

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