En el país de los gigantes

Vivía yo en un país donde todos sentíamos constante asombro por unas extrañas criaturas que habitaban entre nosotros. Lo primero que nos llamaba la atención era su estatura: ¡llegaban a medir hasta dos metros de alto! Para los de mi especie, ya los ochenta centímetros eran todo un escándalo. Recuerdo que de pequeño mi mamá me decía que debía tener compasión por estas criaturas. “Ya quedan muy pocas sobre la tierra y las que aún viven lo hacen sin alma alguna”, me contaba al verlos pasar. Parecían sombras, espíritus, seres en pena. Muchas veces intenté seguirles el rastro con mi olfato, pero hasta el olor parecían haber perdido. Sobre sus cuerpos llevaban telas porque desde hace miles de años sienten vergüenza de su desnudez, aunque yo pienso que realmente se debe a que a veces tienen frío y sus cuerpos no tienen tanto pelo como nosotros.

Siendo ya todo un adulto, exactamente con tres años de edad, advertí que el sentido de mi vida sería el estudio de estos seres. Nada me conmovía más para entonces. Y llegado el momento, decidí partir tras los gigantes.

 De las primeras observaciones que científicamente realicé pude concluir que hace miles de años habían dejado de usar sus patas delanteras para caminar, y no hace poco como me habían dicho. Por lo que pude deducir que la pasividad de sus movimientos  se debía a otras causas.

También descubrí que sus costumbres son más interesantes de que se suele pensar. La que más me llamó la atención fue la abstención a la cópula sexual entre ellos. De hecho, si alguno intentaba al menos acariciar a otro recibía como respuesta gritos o golpes.

En una ocasión un par de ellos, una hembra y un macho, se sentaron uno frente al otro. Por largo rato se miraron y de sus ojos salía un líquido parecido al agua pero de un sabor salado. No se ladraron ni se tocaron. Y para cuando el líquido se agotó cada cual tomó un camino diferente.

Dicen los más viejos de mi especie que mucho tiempo atrás ellos solían emitir sonidos muy raros, incomprensibles para nosotros pero que, a pesar de la complejidad, les había servido para construir una gran civilización y al mismo tiempo para destruirla luego de tres mil años de brillante existencia. Y es esa precisamente la interrogante principal de mis estudios.

Existen unos mitos, muy risibles y descabellados entre los míos, que hablan acerca de las vidas de estas criaturas. ¡Ella solían tenernos por esclavos y mascotas! Claro, este es un asunto poco creíble, pero como estudioso debo tenerlo en cuenta para mi investigación.

Dos años después de salir de casa me sentía confiado al andar entre los gigantes. Debo confesar que en muchas ocasiones conviví en solitario entre ellos y nunca sentí miedo, todo lo contrario: mientras más los conocía, más pena me daban.

En un viaje a la costa descubrí algo nuevo: muchos de los que vivían por allí iban hasta la playa para contemplar la muerte de la Gran Bola de Fuego. Eso los inquietaba y tal vez pudiera parecer que tuvieran un alma. Pero una vez llegada la noche volvían a su estado de inocuidad.

Los gigantes en raras ocasiones solían estar en grupos, pero cuando lo hacían estos  nunca pasaban de los cuatro individuos y rápidamente se separaban. Parecía que no tuvieran un lugar específico hacia donde andar, pues siempre iban de un lugar a otro sin sentido alguno. Comían cualquier cosa y por lo general muy poco. Dormían en las noches durante largas horas y si tenían oportunidad también lo hacían durante el día. Carecían de toda rutina, sus vidas estaban dominadas por el azar y la espontaneidad. Los de mi especie se burlan de ellos y les llaman tontos y aburridos, criaturas del aire y otras cosas por el estilo. Pero yo siempre me rehusé a creer que fuera así de simple, por lo que toda mi vida he buscado tras esos ojos tristes la llama que una vez estuvo encendida.

Cuando cumplí cinco años de edad decidí que era tiempo de abandonar mi país e ir a estudiar a los gigantes de las tierras más allá de las montañas. Y en mi camino hacia ellas encontré a un gigante que llamó mucho mi atención: algo había en él que lo diferenciaba del resto. En su rostro podía verse la viveza de sus pensamientos. La primera vez que lo vi nadaba en el agua de un estanque, parecía disfrutar la limpieza de su cuerpo, cosa ajena del todo a los suyos. Cuando me descubrió echado sobre una roca hizo una expresión con su boca que nunca había visto en los demás: mostraba todos los dientes, pero no por fiereza sino por alegría. Con cautela se acercó y pasó su mano por sobre mi pelaje a lo que respondí con severidad. No podía permitir tal falta de respeto. Luego descubrí que también se dirigía a las montañas por lo que no nos alejamos el uno del otro.

Al gigante de los pasos rápidos le gustaba comer los frutos de los grandes árboles y cuando cazaba cualquier animalejo solía lanzarme un pedazo de su presa. Al principio el orgullo no me permitía aceptarlo, pero luego tuve que ceder ante mis infructuosos intentos de caza.

Las montañas estaban cubiertas de nieve, por lo que ambos decidimos ir bordeándolas por lugares más bajos. Contemplé al Valle de mi patria y le dije adiós, sin saber que sería para siempre.

Del otro lado de la frontera un reino muy distinto se alzaba: extraños árboles y extrañas rocas se dejaban ver, con una impresión que denotaba desolación y tristeza. El bosque era nuevo, pero aún se dejaba oler un aire viejo, como el que exhalan estas criaturas por sus bocas.

En algunos sitios pude encontrar huesos de gigantes sin sepultar. Nunca había visto cosa tan horrible. Vi cómo el gigante de vivos pasos se acercaba a ellos temblando y luego de contemplarlos por mucho tiempo se alejaba con agua salada cayendo de sus ojos.

Este gigante sí parecía tener un camino en su destino, una dirección que seguir, una meta que cumplir. Y como yo, parecía buscar a otros gigantes que, extrañamente no se dejaban ver por aquel singular bosque.

Solo fue hasta el comienzo del otro bosque que encontramos a una pareja de ellos. Mi gigante volvió a mostrar sus dientes de alegría y los recibió dando saltos muy simpáticos. Los otros se mostraron desconfiados y hasta un poco agresivos al principio, pero luego toleraron sin celos nuestra compañía. Él hacía el intento por emitir algunos sonidos raros, como si quisiera comunicarles algo que nunca llegaron a comprender.

Pasadas unas horas, en que los tres parecieron amistarse, como nunca lo había visto, decidieron llevarnos a un escondrijo que celosamente guardaban. Allí todo era muy raro, del todo nuevo para mí: en las paredes de la cueva estaban dibujadas varias imágenes en las que se podían ver a los gigantes en sus tiempos de gloria. Esto pareció emocionar a mi gigante, quien parecía comprenderlo todo. Él sacó de entre sus telas un objeto muy peculiar: tenía forma rectangular y su interior estaba compuesto por muchísimas hojas de árboles, también rectangulares y de color blanco como las nubes. Ellos lo observaron con detenimiento pero no pareció decirles mucho. Él se enojó y abandonó la cueva. Con su mano me indicó el camino por donde habíamos llegado, pero como no comprendía lo que me quería decir seguí tras sus pasos cautelosamente.

Luego de mucho andar llegamos a un claro donde vivían muchos gigantes. Estos se parecían mucho a mi compañero de viaje y eran del todo diferentes a los de mi país. Lo recibieron tocando sus hocicos, nos brindaron comida y luego se sentaron junto a un pequeño fuego que parecían controlar. Pude al fin escuchar los extraños sonidos de los que hablaban mis ancestros. Parecían comunicarse con total éxito. De haberlo contado nadie nunca me habría creído.

Al día siguiente vi a unos de los míos, parecía llevar más tiempo allí. Me dijo que provenía del norte, de donde habitan nuestros primos salvajes, y que hace mucho vivía entre los gigantes. Su forma de decir las cosas era muy rara, por lo que no pude entender más que simple ideas.

La vida de aquellos gigantes era muy diferente, en ocasiones parecida a la nuestra. Ellos se esforzaban por tener actividades y por transmitir sentimientos de simpatía. El que no cumpliera con las costumbres era castigado e incluso expulsado del grupo. Recolectaban frutos, pescaban en el río y cazaban roedores y algunas aves no voladoras. Controlaban muy bien el fuego y acondicionaban sus refugios en caso de lluvia, viento o frío.

Pero un día la desgracia cayó sobre estos gigantes cuando otros, malvados y feroces, irrumpieron de súbito en su territorio y asesinaron a cuantos pudieron, robando a sus hembras y crías.

Por suerte mi gigante y yo logramos escapar  de aquel acto de barbarie, ya casi olvidado entre los míos. Ello me hizo reflexionar y comprender mejor la naturaleza tan variable de estas criaturas, que se les puede encontrar totalmente pasivas hasta del todo agresivas. Entonces pensé que era este el motivo de su decadencia.

Tomamos dirección al este. Por su miradas esperaba encontrar a otros buenos gigantes o un lugar seguro donde vivir. Ya yo había cumplido los diez años de edad y sabía que la mejor forma de morir sería entre estas criaturas, por lo que decidí acompañarlo en su destino. Nunca regresé del país de los gigantes y nunca volví a ver a otro de los míos.

Andrey Viarens

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